lunes, 27 de julio de 2020

Posos de café




S
E cerró la puerta. Andrea se encargó de todo hasta el momento en que llegaron unos parientes de Madrid a los que ella no había visto jamás.  A aquellos advenedizos apenas les faltó tiempo para reclamarle las llaves del piso de la difunta. Los recién aparecidos registraron  armarios, cajones y estanterías de la casa hasta que dieron con los documentos de sus desvelos. Los dos gatos siameses que tanta compañía le había hecho a Marisé cambiaron de residencia. Andrea se había comprometido a hacerse cargo de ellos.
            Marisé llevaba demasiado tiempo viviendo sola. El fallecimiento de su hijo  en plena juventud echó por el cantil  su  apuntalado matrimonio. “Al dolor -escribió Cela- sólo se lo puede llevar el viento soplando con monotonía y muy constante paciencia durante largos años”.  Marisé estuvo demasiado tiempo transitando un paisaje gris plantado de desdenes espinosos y crudezas de amplificada sombra. Rosas degolladas  con  la magrura asomando en un patético rostro como arado a aladro y bandas de platisma en un cuello ajado. Decidió distanciarse de un hombre, para ella cada día un poco más desconocido, y  vivir desguarnecida el resto de sus días.
A la semana siguiente de su entierro asomó por el domicilio de Andrea una periodista joven, delgada, bermeja y algo insolente. Dijo llamarse Ana Kleyser. Se acreditó como redactora de ABC. Pretendía recabar la documentación necesaria para confeccionar una gacetilla sobre Marisé en la revista Blanco y Negro.  Andrea le invitó a pasar y tomar un café. Le  informó sobre lo poco que de ella sabía. Precisó que sólo salía para hacer su compra y la de los dos gatos a un supermercado del barrio.  Para Andrea,  Marisé había llevado una vida casi de reclusión voluntaria.
            --Una mañana, hará como veinte días, le mordió un perro. No dijo nada, aunque  noté que se cargaba bastante de la pierna izquierda cuando salía alguna tarde de paseo. Solía acercarse hasta las ruinas de la fábrica de ladrillos. Siempre el mismo trayecto. Era como una fijación, no sabría decirle...
            --¿Quién la curó?
            --Tampoco lo sé. Supongo que nadie. No le gustaba demandar asistencias.
        --Sí, entiendo...-- Andrea Chabás no sabía gran cosa sobre los últimos años de Marisé Guillén.         
          --Una tarde, hará como un año, Marisé llamó a mi puerta. Me pidió encarecidamente que custodiase una copia de las llaves de su casa, supongo que temiendo que pudiera sucederle lo peor. No quiso pasar. Parecía como si  tuviese prisa por hacer algo. En la cena de la pasada Nochebuena estuve acompañada de unos familiares. En un momento dado llamé a su puerta  para entregarle un trozo de dulce. Lo que menos podía imaginarme era que iba a sobresaltar a Marisé y  levantarla de la cama con el zumbido del timbre.  ¡Sólo eran las diez y media de la noche!  Abrió,  sonrió, tomó el trozo de dulce, me dio las gracias y se excusó de no tener  ganas de fiestas. Me dijo que tenía migraña. Después volvió a cerrar su puerta con varios cerrojos.
           --¿Pero usted conocía el interior de su casa?  Dicho de otro modo, ¿sabía si Marisé guardaba recuerdos de sus tiempos de artista de variedades?
           --Sí, los conservaba.  Su casa parecía una galería de arte.
          Andrea Chabás recordó a la periodista Ana Kleyser que alguna vez, siempre en vida de su marido, acudían al Teatro Japonés para verla actuar.
-- Acechaba la censura y era necesario tener cuidado con la ropa cuando se salía a escena. El gobernador civil no pasaba una. Recuerdo que en los carteles aparecía como Morenilla de Lebrija, aunque tenía entendido que procedía de Ponferrada. En cualquier caso, eso era lo de menos... Llegó a tener una cierta fama en teatros de provincias y fue bastante elogiada por Álvaro de Retana. ¡Qué le voy yo a contar a usted, si podría ser mi nieta…!
            --Claro.
           Marisé jamás le comentó a Andrea que tuviese parientes cercanos. Los recién llegados con motivo de su muerte fueron toda una novedad. Regresaron a Madrid sin ofrecerle un funeral, sin llevarle unas flores. Todo muy raro.
            --¡Qué tropa...! Hay gente para todo.
           --Ellos sabrían qué papeles les interesaban, porque otra cosa de valor me consta que no había en la casa.
           --Oiga, Andrea, ¿es posible que Marisé muriese de las secuelas del mordisco?
           --Seguramente se le infectó la herida y se le desencadenó una septicemia, o vaya usted a saber.
            Cuando Ana Kleyser se marchó con unos apuntes a bolígrafo tomados a bote y voleo, Andrea Chabás la despidió en la puerta. Luego volvió a sentarse en su butaca favorita, apuró otra tacita de café y a sorbitos de gorrión paladeó una copita de Anís del Mono, al tiempo que conectaba el monitor de la televisión. La tarde amenazaba lluvia. Ponían “Los gozos y las sombras”. Poco a poco se fue quedando dormida entre anuncios de coches,  milagros para quitar la cal de la lavadora y cremas hidratantes para retrasar las arrugas, escoltada por la soledad inevitable, la más aterradora de todas las soledades, la que se adueña de los locos de atar, de los viejos de las residencias y de los perros abandonados.

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