S
|
E cerró la puerta. Andrea se encargó de todo hasta el momento en que llegaron
unos parientes de Madrid a los que ella no había visto jamás. A aquellos advenedizos apenas les faltó
tiempo para reclamarle las llaves del piso de la difunta. Los recién aparecidos
registraron armarios, cajones y estanterías
de la casa hasta que dieron con los documentos de sus desvelos. Los dos gatos
siameses que tanta compañía le había hecho a Marisé cambiaron de residencia.
Andrea se había comprometido a hacerse cargo de ellos.
Marisé
llevaba demasiado tiempo viviendo sola. El fallecimiento de su hijo en plena juventud echó por el cantil su
apuntalado matrimonio. “Al dolor -escribió Cela- sólo se lo
puede llevar el viento soplando con monotonía y muy constante paciencia durante
largos años”. Marisé estuvo
demasiado tiempo transitando un paisaje gris plantado de desdenes espinosos y
crudezas de amplificada sombra. Rosas degolladas con la
magrura asomando en un patético rostro como arado a aladro y bandas de platisma
en un cuello ajado. Decidió distanciarse de un hombre, para ella cada día un
poco más desconocido, y vivir
desguarnecida el resto de sus días.
A la semana siguiente de su entierro asomó por el domicilio
de Andrea una periodista joven, delgada, bermeja y algo insolente. Dijo
llamarse Ana Kleyser. Se acreditó como redactora de ABC. Pretendía
recabar la documentación necesaria para confeccionar una gacetilla sobre Marisé
en la revista Blanco y Negro.
Andrea le invitó a pasar y tomar un café. Le informó sobre lo poco que de ella sabía.
Precisó que sólo salía para hacer su compra y la de los dos gatos a un
supermercado del barrio. Para Andrea, Marisé había llevado una vida casi de
reclusión voluntaria.
--Una mañana, hará como veinte días, le mordió un perro. No
dijo nada, aunque noté que se cargaba
bastante de la pierna izquierda cuando salía alguna tarde de paseo. Solía
acercarse hasta las ruinas de la fábrica de ladrillos. Siempre el mismo
trayecto. Era como una fijación, no sabría decirle...
--¿Quién la curó?
--Tampoco
lo sé. Supongo que nadie. No le gustaba demandar asistencias.
--Sí,
entiendo...-- Andrea Chabás no sabía gran cosa sobre los últimos años de Marisé
Guillén.
--Una tarde, hará como
un año, Marisé llamó a mi puerta. Me pidió encarecidamente que custodiase una
copia de las llaves de su casa, supongo que temiendo que pudiera sucederle lo
peor. No quiso pasar. Parecía como si
tuviese prisa por hacer algo. En la cena de la pasada Nochebuena estuve
acompañada de unos familiares. En un momento dado llamé a su puerta para entregarle un trozo de dulce. Lo que
menos podía imaginarme era que iba a sobresaltar a Marisé y levantarla de la cama con el zumbido del timbre. ¡Sólo eran las diez y media de la noche! Abrió,
sonrió, tomó el trozo de dulce, me dio las gracias y se excusó de no
tener ganas de fiestas. Me dijo que tenía
migraña. Después volvió a cerrar su puerta con varios cerrojos.
--¿Pero usted conocía el interior de su casa? Dicho de otro modo, ¿sabía si Marisé guardaba
recuerdos de sus tiempos de artista de variedades?
--Sí, los conservaba.
Su casa parecía una galería de arte.
Andrea Chabás recordó a la periodista Ana Kleyser que alguna
vez, siempre en vida de su marido, acudían al Teatro Japonés para verla actuar.
-- Acechaba la censura y era necesario tener cuidado con la
ropa cuando se salía a escena. El gobernador civil no pasaba una. Recuerdo que
en los carteles aparecía como Morenilla de Lebrija, aunque tenía entendido que
procedía de Ponferrada. En cualquier caso, eso era lo de menos... Llegó a tener
una cierta fama en teatros de provincias y fue bastante elogiada por Álvaro de
Retana. ¡Qué le voy yo a contar a usted, si podría ser mi nieta…!
--Claro.
Marisé
jamás le comentó a Andrea que tuviese parientes cercanos. Los recién llegados
con motivo de su muerte fueron toda una novedad. Regresaron a Madrid sin
ofrecerle un funeral, sin llevarle unas flores. Todo muy raro.
--¡Qué tropa...! Hay gente
para todo.
--Ellos sabrían qué papeles les interesaban, porque otra cosa
de valor me consta que no había en la casa.
--Oiga, Andrea, ¿es posible que Marisé muriese de las secuelas
del mordisco?
--Seguramente se le infectó la herida y se le desencadenó una
septicemia, o vaya usted a saber.
Cuando Ana Kleyser se marchó con unos apuntes a bolígrafo
tomados a bote y voleo, Andrea Chabás la despidió en la puerta. Luego volvió a
sentarse en su butaca favorita, apuró otra tacita de café y a sorbitos de
gorrión paladeó una copita de Anís
del Mono, al tiempo que conectaba el monitor de la televisión. La tarde
amenazaba lluvia. Ponían “Los gozos y las sombras”. Poco a poco se fue
quedando dormida entre anuncios de coches,
milagros para quitar la cal de la lavadora y cremas hidratantes para retrasar
las arrugas, escoltada por la soledad inevitable, la más aterradora de todas
las soledades, la que se adueña de los locos de atar, de los viejos de las residencias y de los perros
abandonados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario