lunes, 13 de julio de 2020

Con paso silente y abanto


El mirlo, también le sucede al gorrión y al tordo, se queda frío y tieso a los dos minutos de morir. El ser humano, lo mismo, si es justo como si es pecador tarda más tiempo en engarabitarse, en quedarse estirado y mudo, en ese estado algente en el que se olvida el Teorema de Pitágoras, y en el que ya no sirve de nada expresar aquello de “dado lo vitalicio de mi magistratura”, que dijera Franco, y en el que ya no se atiende ni a razones ni a súplicas. De nada valían tampoco ni el miedo, ni los modelos de conducta, ni las teorías sobre la existencia de Dios o sobre la existencia del diablo. El interés que pudiésemos tener sobre la creencia de una cosa, la que fuere, no constituía prueba de su existencia. Una hipótesis tiene sólo dos posibilidades, que sea verdadera o que resulte ser falsa. Un modelo, y en ello podría estar de acuerdo con Manfred Eigen, tiene una tercera posibilidad: que sea cierta, pero irrelevante. El miedo, por otro lado, no es más que un deseo al revés. A fin de cuentas Natura no dispone de la cárcel ni del exilio, no conoce más que la condena de muerte, la del mirlo, la del tordo, la del gorrión y la nuestra.  Nadie escapa a la cita con la Dama de la Guadaña, de paso silente y abanto, ni el rey, ni el obispo de Roma, ni el deán catedralicio, ni los judíos que mataron a Dios, tampoco el jesuita Laburu, que decía muy serio en el púlpito que cantar era del mismo paño que el lienzo de rezar dos veces.

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