Señalaban los doctores
de la Iglesia, “que nos sabrán informar” según proclamaba el “Astete” (también el “Ripalda”), que los alacranes, las
escolopendras y las viudas negras eran imposibles de dejarse someter por san Trifón, práctico en la doma de
basiliscos y cuélebres, mezcla de culebra y liebre, provistos de pelos
puntiagudos en las ingles y en los sobacos, y a los que nadie había visto jamás, que caminaban
semiarrastrados por los yesos en estratos de origen lacustre de la Sierra de
Armantes, pero algunos intuían que se paseaban por las escarpas y por los
desfiladeros, cerca de las dolinas y de los socavones salitrosos. Aquellos
estratos eran, para que puedan hacerse una idea, como los milhojas de la
bilbilitana Confitería Micheto, y
también de la Confitería Caro, aunque
estos últimos se me antojasen de sabor algo enranciado y con menos socapa de azúcar glas sobre la tapa superior, la que
observaba de niño con detenimiento en los cristales de los escaparates y que
tanto me atraían por lo que tengo de laminero de ascendencia habanera, por mi
padre, o de ascendencia de los Remates de Guane, por mi abuela, puesto que los
cubanos detentaron siempre fama de golosos. También me atraía el dulce de
guayaba, la melcocha hecha con melado de caña, el cusubé, la mermelada de violeta
y clavel, la cafiroleta, y la guanábana, todos ellos imposibles de encontrar en
esos secarrales con pequeños oasis, presididos por toscas ermitas con espadañas
aunque sin campanas ni nidos de cigüeñas. Por aquellos pagos también se movían
a su albedrío los cuélebres, los alacranes, las escolopendras y las viudas negras,
donde convenía rezar un ramillete de jaculatorias por evitar los chispazos del
soplete del averno. No sé quiénes construyeron aquellas ermitas ni cuándo, pero
no debemos olvidar que, por ejemplo, en 1437 el obispo Alonso de Madrigal, más conocido por El Tostado, ordenaba presbíteros a aquellos abulenses que lo
deseasen, fuesen cristianos, moros o judíos, si contribuían con madera, cal y
ladrillos a las obras de la iglesia de San Nicolás. Como nos recordaba Américo Castro, “de no haber existido
conversos ni Inquisición, no existirían ‘La Celestina’, la
poesía de fray Luis de León, la de Góngora, las obras de Cervantes y muchas otras extraordinarias
realizaciones”. Y Castro añadía líneas más abajo que “la subordinación de la
cultura secular a la religiosa impidió a los españoles incorporarse al curso de
la civilización europea”.

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