Leo con atención un artículo de José Luis de Arce, “Tiempos
de tristeza”, en el diario Heraldo de
Aragón. No puedo estar más de acuerdo con él. De Arce señala: “Percibo en
mi entorno algo así como un abatimiento generalizado, una cierta desesperanza,
una sensación de tristeza. Como si fuera el fin de
algo, un incierto cambio de etapa, el inicio de una situación confusa e
inquietante”. Y por asociación de ideas, a De Arce le vienen a la memoria las
últimas escenas de la película “La hora
final”, de Stanley Kramer, donde gran número de ciudadanos esperan en las playas australianas “entre
histérica diversión” la llegada de una nube
radiactiva dispuesta a acabar con todo bicho viviente. Era la misma “histérica
diversión” que días pasados aconteciera en El Tubo zaragozano con motivo de la
apertura de la mal llamada “nueva normalidad” de bares de copas. Ahí tenía, a
mi entender, responsabilidad directa el alcalde Azcón por su falta de previsión del “tsunami festivalero” y por ser
él el responsable directo de la Policía Local, encargada de evitar
aglomeraciones como las que allí se produjeron. De Arce añade a propósito de
estos tiempos de desesperanza: “No
sé bien si es miedo o resignación, pero a medida que pasan los días y aumenta
sin parar la cifra de nuevos enfermos, de ingresados en ucis y de muertos, se
incrementa en paralelo ese sentimiento que aqueja a la gente de saber que cada uno puede
ser objetivo del maldito virus con lo que eso conlleva para tu
propia seguridad, que ha sido uno de los bastiones de ese estado del bienestar
que parece que declina lenta pero inexorablemente, como el sol del otoño que se
acerca”. Al día siguiente de los acontecimientos en El Tubo, leía en la prensa
comentarios de los dueños de los bares, en los que pretendían hacer creer al
lector que ellos estaban siempre dentro de la normativa, que intentaban que
se mantuviesen los aforos dentro de sus
locales, que eran los clientes los que no sabían comportarse…, etcétera. Lo que
no expresaban, claro, era que quienes hacían caja eran ellos. Y esa “rara”
situación, en la que se lanzaban los virus a la cabeza unos a otros, me recordó
otra película: “Danzad, danzad, malditos”;
donde retrocedemos a 1932, con un escenario donde una serie de
personas desesperadas de todas las edades, acuden a bailar a los maratones como
medio de conseguir comida y un sitio donde dormir bajo techo. Sólo hay un
requisito: deben bailar para seguir vivos, mostrando un espectáculo cruel y
degradante ante un público impasible que disfruta contemplándolos en un vano
intento de olvidar sus propios problemas. En aquella toma y daca del film de Sydney Pollack, los propietarios hacían
una buena caja y, en contraposición, los clientes conseguían gratis los
elementos básicos para su supervivencia. Como en El Tubo: unos haciendo caja y
frotándose las manos, y otros quitándose la mascarilla con la llegada de la “nueva
normalidad”. Que Dios nos ampare, hermano.
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