Los apuralápices eran unos adminículos que se colocaban
en la parte trasera del lapicero para aprovecharlo más cuando se quedaba corto. Recuerdo
que en la escuela los utilizábamos los niños por recomendación del maestro. Lo
que nunca entendí era aquella recomendación, ya que el “Grupo Escolar Dorotea” ponía
al servicio de los educandos tanto lapiceros como enciclopedias, cuadernos y
todo el material escolar necesario. Todo ello corría por cuenta de la empresa
en la que prestaba servicios mi padre. Supongo que los prácticos apuralápices
le incomodarían mucho a aquellos tenderos que llevaba el lapicero siempre en la
oreja para echar cuentas; también los inspectores de los tranvías y a los
factores de circulación de la Renfe, que siempre fueron muy suyos. Aquellos
lapiceros eran como una prolongación de sus cuerpos. Decía una greguería de Gómez de la Serna que “en las cajas de
lápices guardan sus sueños los niños”. Cierto. Regalas a un niño un plumier y
enseguida lo llena de lapiceros de colores de “Alpino”. Sabe que puede llenar las páginas de los cuadernos de
irisadas tonalidades, donde dejará
constancia de cómo entiende la vida según avanza en edad. Por aquellos años de
infancia de pantalón corto, medias casi hasta la rodilla y zapatos marrones de “El
gorila”, ningún niño usaba bolígrafo. Se pasaba de escribir con lapicero a
escribir con un mango y una plumilla que era necesario untar en un tintero de “Pelikán”. Terminaba cada jornada con
las manos manchadas de azul, porque la tinta siempre era azul. La tinta negra,
la tinta china, solo se utilizaba para el dibujo lineal y diversos ejercicios,
verbigracia, por tres puntos que no están en línea recta trazar una
circunferencia, y cosas de esas. El apuralápices, en fin, era una boquilla de
latón que se ajustaba al lapicero con un pequeño brazalete. Ignoro quién lo ideó.
Siempre supuse que sería uno de aquellos geniales inventos del doctor Franz de Copenhague, al que también le atribuía la invención del
cueceleches, del huevo de madera para remendar calcetines y del matasuegras.
Todavía me persigue la duda.
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