lunes, 21 de septiembre de 2020

Gastronomía y Metafísica

 

España se convirtió hace ya tiempo en un  país de camareros al servicio de los turistas que asomaban por todos los confines patrios como piojos en costura para tomar el sol,  para beber sangría y para cenar paellas precocinadas a las seis de la tarde en chiringuitos playeros donde siempre podía escucharse la voz de Julio Iglesias y aquello de “y mi Dulcinea dónde estará…” en una “golondrina”  blanca y con asientos corridos, de regreso de una estúpida excursión y con rumbo al proís de amarre del malecón. Pero este año, por la pandemia del coronavirus no han llegado los turistas esperados, los camareros están con en ERTE, que es como la molesta culebrilla del herpes zóster de la economía, y los ciudadanos, mientras, nos hemos puesto al día leyendo libros de cocina durante el confinamiento en recetas donde el insípido aguacate es el centro de todos los platos. Nos hemos convertido en auténticos cocinillas de batín y zapatillas. La televisión estatal, con sus programas de “masterchef “y “masterchef celebrity pagados  con el dinero de todos, nos ha dado ese empujón que necesitábamos para movernos con soltura entre pucheros y sartenes. Lo malo llega cuando los comensales llenan la andorga y nunca agradecen el tiempo que has empleado en la cocina pelando cebollas y patatas, y pasando calor elaborando migas a la pastora y  horneando paletillas de ternasco con patatas a lo pobre. Al sufrido cocinero, digo, casi nunca se le agradece su labor. En muchos domicilios todavía pueden verse dos cosas que ya parecen propias de otro tiempo: una chapa con el Corazón de Jesús encima de la mirilla de la puerta de la calle, donde un poco más abajo hay otra chapa de latón que reza: “Severino Chastán. Callista”,  o “Cristino Gutiérrez. P. Mercantil”, que de todo abunda; y una placa grande estampada en alpaca y colgada en la pared del comedor, donde se representa la Última Cena, de Leonardo da Vinci. Pero no me consta que alguien, donde incluyo a los teólogos, se haya preguntado cuál fue el menú de aquella Cena, o quién fue el cocinero, si es que lo hubo.

--La norma siempre anda mal repartida. Anda, echa otro vermú.

--¿Con sifón?

--Sí, con sifón. Y también un platillo de aceitunas.

Sólo consta que tomaron pan ácimo y bebieron vino. Unos científicos de la Universidad de Ariel, en Cisjordania han identificado 120 variedades distintas de uva en aquella época. Es posible -según esos expertos- que se tratara de la variedad  Syrah, cuyas cepas tuvieron su origen en Persia. De la misma manera, se conservan diversos vasos del menaje de aquella Última Cena: el Santo Grial, que ha dado lugar a numerosas leyendas y no menos reliquias: el de la catedral de Valencia, procedente de Aragón;  el famoso cáliz de doña Urraca; el Sacro Catino, de Génova; el de san Isidoro, en León; el grial de O Cebreiro, en Lugo; el cáliz de Antioquía; el vaso de Nanteos; el cáliz de Ardagh; etcétera. A este respecto, entiendo que no se le debe dar más importancia al cascarón que a la nuez; es decir, al continente que al contenido. Lo importante es el vino, no el vaso que lo contiene. En ese caso más aún por aquello de la transustanciación, como se define en Metafísica (rama de la Filosofía) y en el catecismo del padre Ripalda  (tradición de la Iglesia). Es como un puzle de mil piezas de difícil entendimiento.

 

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