Se acercan las fiestas del Pilar, es decir, las “no
fiestas”, y los floristas se ponen nerviosos por suprimirse la Ofrenda por
culpa de la pandemia. Proponen que los zaragozanos llenemos los balcones de
nuestras viviendas de flores para que se vayan marchitando lentamente, como
sucede con las ilusiones de esos niños que esperan el día de su cumpleaños recibir
a determinados amiguitos en su casa; y va pasando la tarde y no aparecen. Los
padres de los niños invitados no habían podido llevar a sus hijos el convite
por tener otros compromisos, no se sabe cuáles. El cumpleañero no suele decir
nada, pero se le nota triste y con ganas de irse pronto a la cama. “Mañana –piensa-
será otro día”. Hoy leo en El Español
que las tiendas de suvenires del centro de Madrid no venden prácticamente nada, que hacen cajas diarias de 15 ó 20 euros en Gran
Vía, Sol, o Callao. Algunos comerciantes, ojipláticos por el desastre que se
les viene encima, han optado por el último recurso: vender helados. Y ni por
esas. España se está convirtiendo en un país triste y desangelado donde al
mirarnos a la cara sólo vemos mascarillas, que son como el telón de los teatros
cuando anuncian el final de la función. Este es un país en el que aquellos
tipos que menospreciaban a los mileuristas, ponen ahora un cirio al santo de su
devoción para que puedan tener acceso a cobrar el ERTE aunque sea hasta
diciembre. Los turistas no llegan y los
suvenires no se venden. Me viene a la cabeza Mariano José de Larra y la carta de Andrés Niporesas a Fígaro
fechada en París el 10 de mayo de 1836: “Yo rogaré a santa Rita, abogada de
imposibles, por la prosperidad de nuestra patria”. Y resignados, seguimos por
los caminos de las sombras tarde arriba donde a veces, sólo a veces, vemos el
vuelo de palomas blancas que son como pañuelitos diciéndonos adiós, ya
oscureciendo.
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