Observo con detenimiento una foto de José Verón que acompaña a unas rimas
también de él. Dicen: “Existe un camino /
con pasos contrarios / y un mismo destino”. Esa foto, digo, nos presenta a un anciano
que lee con avidez las esquelas funerarias que aparecen junto al pórtico de la
bilbilitana iglesia de San Juan el Real,
donde en su interior existen unos tempranos frescos de Goya
bajo la cúpula central y unas punturas en las puertas de un armario de
reliquias de la sala capitular. Las pìnturas de las pechinas corresponden a
cuatro padres de la iglesia occidental: san
Agustín, san Ambrosio, san Jerónimo y san Gregorio. Pero la pregunta que me hago es la siguiente: ¿Qué
estará pensando el señor del sombrero apoyado en su bastón? Eso nadie lo sabe,
excepto él. Tal vez esté escuchando el sonido del órgano existente en su
interior sin que nadie lo toque, como se sucedió a Gustavo Adolfo Bécquer en Sevilla, en la Iglesia de santa Inés. Al
llegar la Nochebuena, todo el mundo esperaba impaciente a que Maese Pérez apareciera para que la misa
comenzara. Y el organista apareció tarde, enfermo y muy pálido… Lo dejo ahí. La
vieja sillería en la que se apoya el panel de lo que antaño fuese la iglesia de
un seminario de jesuitas guarda todo el secreto de las piedras. Y el anciano
plasmado en la foto de José Verón guarda el secreto de un camino recorrido no
sé si con más pena que gloria o más gloria que pena. Ahora mira las esquelas de
los amigos muertos mientras puede que escuche en el silencio mudo de la atardecida los acordes de la
sonata K-1 de Scarlatti escrita para clavicordio. La muerte siempre puede
esperar.
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