Me parece loable que las
asociaciones de taxis madrileñas exijan a los conductores aseo y corrección en
la vestimenta cuando estén de servicio. ¡Qué menos! Algunos hasta añoramos
aquellos uniforme azulones con su correspondiente gorra de visera, que hoy sólo
es posible ver en las películas de
finales de los 50, con Pepe Isbert o Manolo Morán como protagonistas. Más tarde
llegaría El Fary a la televisión con aquel “Menudo es mi padre”, donde éste
ejercía de taxista autónomo y que llegó a convertirse en el fan de “Torrente”,
aquel policía maleducado conocido como “el brazo tonto de la ley”. Pues bien, algo semejante deberían promover las diversas asociaciones
de bares y restaurantes. Hay camareros que sirven barras y mesas con
insolencia, como si hicieran la caridad de atendernos. Y algunos frescos, nada
profesionales por cierto, hasta se permiten el tuteo. La vida cambia y las
personas también. Se acabó para siempre ir de chaquetilla blanca y corbata al
estilo de Lucio Blázquez, el actual dueño del antiguo Mesón Segoviano, en la
Cava Baja madrileña. Hasta para servir unos
huevos fritos con puntillas hay que echarle salero al oficio y tener ganas de
agradar al cliente, que para eso paga. El aseo y la corrección se dan por
entendidos cuando se trabaja de cara al público. Curiosamente a nadie le gusta ir
de uniforme ni de balandrán, salvo a los prelados, los príncipes, los militares
de cierta graduación, ciertos petimetres de salón y determinadas damas de
capotillo de dos faldas, cuando se engalanan de solemnidad en determinadas
ceremonias; a los toreros en tarde de faena; y a los chavales en su primera
comunión, el día que sus padres confunden lo que significa recibir un
sacramento con los entorchados de abrecoches de hotel y el deseo irresistible de que sus hijos se
disfracen de marinerito albo. De hecho nadie se casa vestido de cartero, de
policía local o de jefe de estación. Son profesiones dignas, pero sus uniformes
transmiten escaso lucimiento. Los repartidores de correspondencia ya no llevan
gorrilla ni aquella tremenda cartera de piel de vaca colgada al hombro. Ahora,
más ligeros de equipaje, arrastran un carrito como los de la compra en el
súper; los policías locales portan un gorro ajedrezado y una prenda azul,
amarilla en la parte superior, que recuerdan aquellas chaquetas que usaba en
escena El Titi cuando cantaba “Libérate”; y a los jefes de estación ya no se les
ve por los andenes con el banderín, el quepis rojo y el traje azul con botonadura
dorada. Los trenes ya no silban cuando arrancan ni requieren la orden de salida
con banderín plegado levantado y silbato. Salen a la hora marcada y una vez que
el disco de enclavamiento se ha puesto verde. Pronto desaparecerán la montera,
el solideo y la gorra de visera de la misma manera que ya lo hicieron el
tricornio, la teja, el bonete y el gavión. Me parece correcta, como señalaba al
principio, la medida adoptada por las asociaciones de taxis madrileñas. Entrar
en un vehículo y que su interior no huela a chotuno hay que agradecerlo a
tambor batiente.
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