Dedicado a la Asociación Bilbilitana
Amigos del Ferrocarril, que estos días celebra el 150 aniversario de la
inauguración de la Estación
“Calatayud-Jalón”, con la colaboración del área de Cultura del Ayuntamiento.
Con ese motivo ha organizado un programa de actos que se desarrollará a lo
largo de todo el año y que comienza mañana viernes, 24 de mayo, con una
conferencia y una exposición.
Conservo un cuaderno de
anillas donde un hermano de mi bisabuelo, con ojos de adolescente, escribió una
crónica de cómo se inauguró el 12 de abril de 1863 la primera línea férrea
entre Zaragoza y Madrid. Mi tío bisabuelo Jaime pasó algunos veranos de su
niñez en Ricla, en casa de unos
parientes que regentaban una abacería. Le conocí muy achacoso, pero conservó
una gran lucidez mental hasta casi los últimos instantes de su vida, acaecida
en la tarde-noche del Viernes Santo 4 de abril de 1947, sólo unos meses antes de que el toro “Islero”
ganase un pulso a Manolete en la
Plaza de Linares. En casa todos le conocíamos como tío Gile y
hasta los 70 años ejerció de médico titular en Trespaderne. Siendo yo un mocoso
de pantalón corto, en un viaje que
hicimos con mi madre por carretera desde esa localidad burgalesa hasta
Santander en un destartalado “Ford”, tío Gile nos relató sin escatimar detalles
lo que aconteciera en Ricla el día en que rodó la primera locomotora de vapor
arrastrando coches de viajeros. Nos
contó que aquella mañana del 12 de abril Ricla amaneció con tiempo desapacible.
Desde la madrugada anterior se habían congregado alrededor de la recién
construida Estación de la “Compañía de los Caminos de Hierro de Madrid,
Zaragoza y Alicante” los vecinos de todos los pueblos de la vega del Jalón,
dispuestos a no perderse detalle alguno y a ser testigos directos de algo
importante que iba a hacer cambiar el rumbo de la historia: la llegada del
primer convoy con dirección a Madrid. La banda de música, llegada expresamente
desde Aniñón, interpretaba pasacalles y fragmentos de zarzuelas. En los limpios
andenes, la chiquillería foránea correteaba portando banderitas españolas y las
comadres intentaban en vano que sus hijos dejasen de brincar sobre la caja de
la vía.
--¡Tío
Gile, mira, una golondrina!
--No
interrumpas, o no te lo cuento.
Un
pelotón, al mando del sargento Mistral, al que todos conocían en el pueblo como
Pachurrín, añadía colorido y un toque de seriedad a semejante desmadre. No
sucedía lo mismo con los escolares. Don Cirilo, el pobre y achacoso maestro,
que había recibido del Alcalde el encargo de dar la bienvenida a las
autoridades, tomó la precaución de atar a los niños de su escuela por la
cintura con una larga soga. Éstos, los escolares, iban provistos de un
cuadernillo y dispuestos a entonar a coro los gongorinos versos “La más bella
niña”, a los que había puesto música doña Adela, su mujer, tras cargantes
ensayos en insufribles horas de recreo. Doña Adela, que era la encargada de
modelar la voz a las niñas que formaban el coro parroquial, había ganado un
reciente concurso de blonda de bolillos y las malas lenguas pregonaban que se
las entendía con Gallofa, un galopín de diligencias de Calatayud.
--Gile,
¡por Dios, que lo oye el niño!--interrumpió mi madre. Tío Gile miró por el
retrovisor, se disculpó y comprendió que era necesario meter tijera en la
crónica.
--Bueno,
¿sigo?
--Sí,
tío.
Y
tío Gile nos aclaró que don Cirilo repasaba en el andén un largo discurso en el
que había rumbosos elogios hacia las figuras del marqués de Salamanca, de Espartero
y de la reina Isabel. Pero no corrían buenos tiempos en la política española. La Reina se había puesto
fondona tras el parto de la infanta Pilar; Espartero estaba viejo y retirado en
Logroño; O’Donnell trataba de sobrevivir en un nuevo Gobierno junto a un
soberbio Serrano, que dejaba la Capitanía General de Cuba para hacerse cargo del
Ministerio de Estado; Juan Prim abrigaba la esperanza de alzarse con el poder
desde que la Reina
se lo prometiera si lograba hacerse con la jefatura del progresismo tras
desbancar a Olózaga; y el marqués de Salamanca se arruinaba hoy con la misma
habilidad que se enriquecería mañana. En los círculos literarios se comentaba
por aquellos días el último éxito de Víctor Hugo, “Los miserables”, y la última
novela de Julio Verne, “Cinco semanas en globo”. Mesonero Romanos concluía su
serie “Tipos y caracteres” y Rosalía Castro publicaba sus “Cartas gallegas”.
--Tío
Gile, mira, una iglesia con nido de cigüeñas.
--Sí,
hay muchos por aquí. Ya no sé por dónde iba... Ah, sí. Como en un alunizaje,
bajaron del convoy unos extraños personajes de brillantes chisteras, damas con
miriñaque, hombres con monos, gafas de motorista y acharoladas gorras viseras.
Se trataba de ministros, ingenieros, maquinistas y directores generales del
“MZA”. Tras los saludos de rigor esperaron a que don Cirilo hiciera su
alocución y los niños cantaran lo ensayado. Don Cirilo rogó a la banda de
música que cesase en la interpretación de la “jota mandilona”, se hizo un
silencio sólo roto por los suspiros de doña Adela y éste soltó una prédica a
brazo partido. Pero lo que parecía una pausada alocución preñada de puntillosas
precisiones pedagógicas, se iría trocando paulatinamente en algo que más bien
podría ser calificado como de panegírico político de la más baja estofa. Los ojos
se le salían de sus órbitas, enrojecía, sudaba tinta, accionaba con las manos
pequeñas de tahúr de cuchitril, se levantaba de puntillas, daba pequeños
saltitos y babeaba espumajoso al referirse al marqués de Salamanca. Y así, en
pleno histerismo locuaz y como se diera cuenta de que uno de sus alumnos,
Luisillo, trataba de imitarle como un mono en todas sus amaneradas
gesticulaciones ante las carcajadas del respetable público, don Cirilo se vio
en la ineludible obligación de soltarle un soplamocos sin perder comba, es
decir, haciendo hilo con el discurso y sin menoscabo de las buenas composturas.
Lauro Chopé, más conocido como Golondrina, se había apostado la víspera nada
menos que ciento veintiún reales de vellón, que era el importe exacto del
billete entre Ricla y la madrileña Estación de Atocha, a que podría correr más
que la locomotora durante los primeros quinientos metros. Don Rodolfo, el
boticario, constituido en su rival, mantenía la tesis de que aquello era a
todas luces imposible. Sentaron la apuesta en presencia de un nutrido grupo de
parroquianos y también del brigada Mistral, que ofrecía las máximas garantías
como depositario del envite y que ya se había hecho cargo de tan importante
guita. Golondrina aparecía en zaragüelles y camisa con guirindola en el andén,
delante de la banda de música que dirigía el maestro Compostela. Cerca de él
estaban alineados y tiesos como ajos un rabo de autoridades, o sea, el Alcalde,
Saturnino Calamadre, empuñando el bastón de mando; la Corporación en pleno;
sus respectivas esposas, aliñadas con mantilla española y peineta; Luciano
Baringo, juez de paz, con chistera y vara de junco de Indias; y el alguacil,
Ricardo Batacán, que estrenaba uniforme de panilla verde botella y una
teresiana oscura que hacía tope en sus orejas de soplillo. Detrás del numeroso
grupo, don Rodolfo; mosen Narciso, que se había alindongado con roquete, estola
y bonete de cuatro picos; un monaguillo que sostenía el hisopo; el
terrateniente Rosario Tofé, que financiaba y lanzaba la pirotecnia en las
fiestas importantes; don Paco, el médico; don Elías Tabernero, secretario de
Administración Local; y Lino Cordón, barbero, sacamuelas y algebrista.
--No corras tanto, Gile, por Dios…
--Sí.
Rosario Tofé, a
quien todos conocían como Rosarito, había aprendido el oficio de un compadre
suyo que vivía en Torrente, cerca de Valencia, y que se dedicaba al comercio de
la naranja zajarí, de la tangerina, del albérchigo moniquí y de la bergamota al
por mayor y al detall. Rosarito, tres años antes y con su verdadero nombre,
Manuel Torío Milanés, alias Gorrindongo, había matado moros en el río Martín,
entonces llamado Guad-el-Jelú, durante un ataque enemigo ordenado por Muley
Abbas cuando éste servía a las órdenes del general Zavala. Guardaba con orgullo
y bajo siete llaves un suelto de “La Correspondencia de España”, que entonces se
editaba en el Pasaje de Matheu, junto a la Puerta del Sol, donde el soldado-periodista Pedro
Antonio de Alarcón, en su “Diario de un testigo”, había hecho una breve
entrevista al cabo Torío, alias Gorrindongo, en lo hondo de la trinchera. Por
aquellos días de enero de 1860 la
Reina había parido una infanta, María de la Concepción Francisca
de Asís Luisa Antonia de Padua María Olvido Filomena Francisca de Paula y
cincuenta y un nombres más, que sólo viviría un año y medio y a la que bautizó
Claret y apadrinaron los duques de Montpensier. Pero al cabo Torío, alias
Guarrindongo, no le gustó que la deprimida Reina, ante la amenaza de los
Estados Pontificios, escribiera a Pío Nono para ofrecerle las tropas españolas
cuando terminase la guerra de África. Y desertó. Con nombre falso marchó a
Torrente y allí permaneció escondido en casa de su compadre. De camino hacia
Zaragoza, y cuando entendió que ya se habrían olvidado de él para los restos, se
cambió el nombre y se quedó a vivir en Ricla tras maridar con una lugareña,
Pascuala Uriarte y Santángel, propietaria de muchas tierras de regadío y
experta en la cría de la gallina de Guinea y del canario flauta. Enviudó cinco
meses después por una epidemia de cólera morbo y, desde entonces, Rosarito
vivía de las rentas, que no era poco. Siempre que podía evitaba entablar
conversación con el brigada Mistral por temor a poder ser reconocido por éste,
capturado y conducido al castillo militar de Mahón. Rosarito, a quien la línea
férrea le había expropiado doce hanegadas de la mejor tierra de labor, cuando
no tiraba cohetería durante las fiestas patronales de julio en honor de Santa
María Magdalena, se entretenía en sus campos dedicado a matar el tiempo cazando
pájaros al espartillo y criando aves de corral.
Don
Rodolfo había estado desde el punto de la mañana achuchando a Golondrina. Le
gritaba que iba a pillar un pasmo, o unas tercianas, y que, en el caso de que
ganase la apuesta, habría luego que gastarse los ciento veintiún reales en
fórmulas magistrales, con lo que el dinero volvería a sus manos por activa o
por pasiva. Y se lo repetía también a mosen Narciso, que había apostado por el
boticario, que era más letrado, al tiempo que el monaguillo, hisopo en mano, se
salía de la formación y rompía el protocolo para poder cumplir su sueño de
subirse a la locomotora “Fives-Lille 030”, aprovechando que don Cirilo se
despepitaba en su perorata interminable, y que el Alcalde estrechaba las manos
de los ingenieros franceses Lemasón y Difevre y del maquinista, señor Español. La
banda de música de Aniñón interpretaba un pasodoble, la chiquillería se
mezclaba con los viajeros y el gentío animaba a Golondrina a vestirse,
considerando que el convoy estaría parado varias horas en la Estación. La apuesta
quedaría postergada hasta que el tren arrancase de nuevo camino de Madrid. Las
autoridades municipales, el brigada Mistral, alias Pachurrín, los ingenieros,
el maquinista de la locomotora, mosen Narciso, don Cirilo, que ya había
desatado y dado rienda suelta a la chiquillería, don Paco, don Rodolfo y el
secretario del Ayuntamiento, pasaron al despacho del Jefe de la Estación, don Fausto
Cañete Moscardó. La banda de música continuaba en el andén, Rosarito había
marchado a la plaza para proseguir detonando bombas reales de reclamo, Ricardo
Batacán, el alguacil, descansaba sentado bajo la campanilla, doña Adela, que
había ayudado en la fabricación de la repostería, se disponía a servir el vino
de honor a las fuerzas vivas junto con doña María, la esposa del Jefe, y el
pelotón de guardias civiles topaba a duras penas a un contingente de ciudadanos
que intentaba colarse en las dependencias de la Estación por ver qué
sucedía en el despacho de billetes.
Y
en el despacho de billetes sucedía que ambas señoras, con cierto aire
misterioso, habían cerrado las contraventanas para no dejar pasar los rayos de
sol y poder prender, ante la sorpresa general, las velitas hincadas en una
preciosa locomotora de chocolate. El ex ministro Luján pronunció un discurso
recordando a la Reina,
deslucido por la brusca interrupción de don Paco, que señaló a Espartero como
artífice de lo que se estaba allí celebrando. Se armó la gresca y faltó poco
para que tuviera que intervenir y poner orden el brigada Pachurrín, que se
aplicaba con devoción a pincharle el diente de plata meneses a unos volovanes
de ensaladilla entre copa y copa de dorada mistela. Pachurrín siempre escurría
el bulto mirando por la ventana y haciéndose el teniente. Varias horas más tarde
el convoy silbaba y arrancaba con parsimonia camino de Calatayud.
--Tío
Gile, ¿ya llegamos?
--Sí,
en diez minutos.
La
verdad es que tío Gile fue mucho más extenso en su narración, pero mi memoria
está seriamente minada por la edad y no recuerdo todo. Tampoco consigo acordarme en qué quedó la
apuesta entre el boticario y Golondrina, aunque puede que en las hemerotecas
quede algo escrito.
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