El ministro de Agricultura,
Miguel Arias Cañete es capaz de comerse las suelas de los zapatos con tal de
que estén bien cocidas, como hacía Charlot que hasta chupaba los clavos. Yo no
he visto cosa igual. Ignoro cómo sería de niño, o si sus progenitores se
excedieron con las cucharaditas de “Hipofosfitos Salud”, aquel remedio que a
los niños de mi infancia con anorexia les producía un hambre calagurritano,
pero el caso es que a Arias Cañete, ya en la etapa Aznar le pudimos ver en la
pequeña pantalla metiéndose entre pecho y espalda unos chuletones de vaca
tremendos para demostrar que no tenían riesgo alguno para la salud de los
humanos, cuando el resto de los españoles estábamos muy asustados por los datos
que exponía Juan José Badiola sobre los peligros de la encefalopatía
espongiforme bovina, de los priones y de todas esas zarandajas durante la
movida de las vacas locas. Hace poco contaba que él no tenía inconveniente
alguno en tener en la nevera yogures caducados y comérselos sin ningún tipo de
recelo; y, también, que siempre se duchaba con agua fría para ahorrar energía.
Este ministro, que en 2000 dijo a los agricultores murcianos que el Plan
Hidrológico Nacional se iba a aprobar por “cojones”, cuentas ahora que ha
comido insectos, aunque prefiere cosas más sabrosas y con una presentación más
atractiva. En una palabra, que el que se muere de hambre es porque quiere. O
sea, si uno no tiene para comer, pues nada: se acerca a un labrado y cuando
salten los grillos los pilla en pleno brinco y al frasco, o se acerca hasta un
basurero y recoge las cucarachas para más tarde hacer croquetas con ellas. No
cabe duda de que el hambre agudiza el ingenio. Arias Cañete, que aunque es
ingenioso no pasa hambre, debería dejar de decir necedades y leer “España”, de
Salvador de Madariaga. Ahí se cuenta la frase que le espetó un jornalero a un
cacique en los años de la república en
Andalucía, rechazando el dinero que le ofrecía a cambio de su voto: “En mi
hambre mando yo”. Pues eso.
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