No sé por qué, pero el “Café
Comercial” de la Glorieta
de Bilbao, en Madrid, me produce una cierta sensación de libertad cuando lo
visito. Es uno de los pocos cafés que ya van quedando en España y, a mi
entender, le gana por goleada al Café Gijón, que perdió su esplín el día que
murió Alfonso, el cerillero. Pues bien, “El Comercial” ha sido el primer café
que admitió que el cliente tomara una taza de café y permitiera que se pagasen
dos, una por la que había consumido; y otra, como provisión de fondos para aquel
que no pudiera abonarla. Y ese dinero entregado en “El Comercial” se apunta en
una pizarrilla para que el recién llegado sepa de qué va la cosa. Así, si el
que traspasa la puerta giratoria carece de posibles, podrá conocer de antemano
si se dispone de “crédito”. En este sentido, comenta hoy el diario ABC “que un
día en sus 125 años de historia también fue testigo de cómo los escritores de la Generación del 27
fiaban cafés hasta que podían pagarlos con la venta de sus artículos y novelas”.
Los viejos cafés, como las viejas fondas de las estaciones de ferrocarril, eran
lugares donde el cliente, en el primero de los casos, y el viajero, en el
segundo, entraban y salían, se sentaban, se miraban unos a otros y se amodorraban por el calorcillo que
desprendían unas rendijas del techo y la modorra de un olor casi
indescriptible. En los viejos cafés, por el soplido de la “Faema”, parecido
al de aquellas viejas locomotoras del “Shangay
Express” (que tardaba casi dos días en hacer el recorrido entre
Barcelona y La Coruña),
las tazas, las cucharillas y el vaivén de las camareras (“El Comercial” fue el
primer café madrileño que contó con camareras de mesas) bandeja en mano y con deseos de agradar. En
las salas de espera de estación, por aquel tufillo mezcla de silbidos, barnices
y lampistería. Los viejos cafés eran carruseles de feria en los que la puerta
giratoria cumplía un papel fundamental. Se entraba y se salía sin permitir
hacer paradas intermedias. Fuera, la calle con toda su vorágine. Dentro, el
descanso del traqueteo, como cuando aquel Shangay Espress de nuestra infancia
paraba en Venta de Baños más tiempo del necesario.
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