Wallace Hartley, director de la orquesta del “Titanic”, jamás
hubiese imaginado que su violín, regalo de su novia, pudiese ser subastado un
siglo después de la tragedia. La muerte dejó fuera de combate al músico,
después de que siguiese tocando su violín mientras el vapor se hundía en las
frías aguas del Océano Atlántico. Pero todavía le quedó tiempo de atárselo a la
cintura para no desprenderse ni después de muerto del regalo de María Robinson.
Se iban a casar muy pronto. No pudo ser. Ahora, aquel violín rescatado de las aguas se ha subastado
en la sala Henry Aldridge and Son. Alguien ha pujado por un millón de euros y
se lo ha llevado a casa. Hay cosas que merecen ser conservadas, otras no. Ayer
comentaba que la familia de Antonio Tejero había retirado el tricornio del
exteniente coronel de la subasta en la sala Durán, al reconocer que no era el
auténtico, o sea, el que llevó sobre su cabeza el guardia civil golpista aquel
malhadado 23 de febrero. Poseer el violín de Wallace Hartley equivale a conservar
su acta de defunción. De haber adquirido el tricornio de Tejero, en cambio, se
hubiese retrotraído el adquiridor a la época de las tremendas fotografías
de Robert Capa, a la quema de los
espejos rotos de muchas infancias frustradas y a aquel frío que subía de los
pies hacia arriba sin saber la causa exacta. Defender las reliquias de los militares golpistas (cuando esos raros adalides,
esos tigres de papel, se dedican en la actualidad a cultivar aguacates, como
hace Tejero en la Costa
del Sol, o camelias, como cultiva el exgeneral Armada en su pazo de Rivadulla,
o limones, como cultivaba el ya fallecido excoronel Miguel Manchado García) produce
náuseas. La hortofloricultura parece ser el camino preferido para aquellos
tipos que tiempo antes habían tirado por el camino de enmedio sin calcular sus
consecuencias. Más vale así.
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