Leo en ABC que las salas de cine
están desapareciendo en Madrid. Yo añadiría que en Madrid y en el resto de
España. El cine fue la única diversión que tuvieron muchos ciudadanos y que les
permitía adentrarse en la época de los romanos, en el Oeste americano, en
aventuras africanas o en los bajos fondos del gangsterismo con sólo pagar una
entrada. Según me informo, sólo en Madrid, “en las últimas tres décadas han
cerrado 85 cines: en 1980 había 117 salas y ahora sólo 32. El Renoir de Cuatro
Caminos es la última víctima”. En Zaragoza, donde resido, ha sucedido algo
semejante. Y en ciudades más pequeñas, como Calatayud, de las tres salas que
hubo durante mi juventud sólo ha quedado una y no sabemos por cuánto tiempo.
Hoy una entrada, con el abultado IVA añadido (del 10% se ha pasado al 21%)
sobrepasa los 9 euros por butaca. El presidente de la Academia de Cine, Enrique
González Macho, declaraba hace pocos días en la Cadena Ser que “una cuarta
parte del precio de la entrada se va en impuestos”. Otra zancadilla al cine
español ha sido el aumento progresivo de las descargas “ilegales”. De paso,
digámoslo todo: en España no se hace, por regla general y salvo pocas
excepciones, un cine decoroso. Los recursos son escasos, muchos actores no
saben ni vocalizar, los doblajes son un fiasco y los productores, o sea, esos
tipos que ponen el dinero para el rodaje, se pasan la vida buscando la
subvención pública. Por todos es sabido que las cadenas de televisión españolas están
obligadas por ley a invertir un 5% de sus ingresos en producciones
cinematográficas. Si
a ello añadimos que gran parte del público que asiste a las proyecciones en
sala, al menos en la actualidad, es un público de cuadra, que habla y no hay forma de que permanezca en silencio y
hace excesivo ruido comiendo no sabemos qué, la suerte para el negocio español
tiene un negro futuro.
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