En Zaragoza toda la vida de Dios
existieron las castañeras. Así, cuando empezaban los primeros relentes y el
cierzo cortaba la cara como un cuchillo de Albacete, pasabas por Don Jaime I, o
San Gil, como yo le llamo a esa calle, que vomita gente hacia la Plaza de España como si el
personal que atraviesa el Puente de Piedra se hubiera subido a una cinta
transportadora, y a mitad de camino te topabas con un garito de mínimas
dimensiones, casi un cajón, donde una señora mayor, sentada en un taburete,
asaba castañas con carbón vegetal atizado con un fuelle y las volteaba con una
badila sobre una plancha llena de agujeros. Hoy los requisitos municipales son
tan exigentes que el oficio de castañera está montado sobre el tobogán de la decadencia.
Recordaba hace tiempo Rufo Gamazo Rico en un espléndido artículo, “Magostos y
castañeras”, que el arroz cocido con castañas pilongas tiene un gusto especial;
y, también, que Benito Pérez Galdós dejó escrito que todas las castañas del
mundo tienen el mismo sabor y que sólo en Madrid se les da el punto exacto del
asado. La aparición de las castañeras y sus humeantes estufillas era señal inequívoca de que se acercaba el inclemente
invierno y de que había que sacar de la percha del armario el “loden” verde
picoleto, aquel que llevaban los gobernadores civiles a principios de la Transición. Un
gobernador civil de finales de los 70, o de comienzos de los 80, si no se
embuchaba en aquel abrigo tirolés cuando salía a la calle al estilo de
Trillo-Figueroa, que era como un pariente lejano del emperador Francisco José, ni era gobernador civil ni era nada. El “loden”
era largo y ancho, llevaba un fuelle en los hombros, botones de balón,
bolsillos verticales y en la parte trasera un triángulo a la altura de la
espaldilla del que partía un plisado hasta los bajos, eso que en los capotes de
toreo se conoce como bamba, y que era de
hechuras parecidas al barranco de la Bartolina. Media
docena de castañas calentitas repartidas en los
bolsillos del “loden” daban calor a las manos el tiempo que duraba rezar un
rosario o leer una “tercera” del ABC. Todo cabe en lo breve.
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