jueves, 6 de septiembre de 2018

Elogio del teléfono fijo



Yo debo de ser uno de los pocos españoles que usan a diario el teléfono fijo. Todavía conservo uno,  modelo “heraldo”, con rosca donde se mete un dedo (con perdón); y otro, modelo “forma”, con botones, como aquellos acordeones diatónicos (esos a los que les faltan varias notas y acordes) por los que salían los quejidos de “Sous le ciel de París”. Y ambos teléfonos funcionan a la perfección. Con ellos conecto con la familia en la diáspora por Navidad y  a través de ellos me entero de las ofertas que hay de teléfonos móviles. Rara es la tarde en la que no me llaman mientras duermo la siesta (solemne costumbre que Churchill adquirió en Cuba no sé en cuál de sus dos viajes: si como corresponsal de la guerra contra España en 1895, o en 1946, cuando contaba 71 años) para ofrecerme las últimas novedades en inalámbricos que no debo desaprovechar con una voz sudamericana; y que lo primero que hace cuando descuelgo es someterme a un interrogatorio referente a la compañía con la que se supone que tengo contrato del “celular” (odiosa palabra) y sobre cuánto pago por su mantenimiento. Mi respuesta inmediata es mandar a la operadora de acento criollo al carajo de la vela, que, dicho sea de paso, no es ninguna grosería sino la cesta vigía, o la cofa (plataforma), de un galeón situada en lo alto del palo mayor, es decir, el que ocupa la posición central, entre el trinquete (más a proa) y el de mesana (más a popa), si hacemos caso al Diccionario náutico abreviado, de G. Poncio, L. Ballester, R. Nicotra y A. Will, de gran utilidad y fácil manejo. Pues bien, como digo, yo el teléfono fijo lo utilizo para hablar, que es para lo que lo inventó Antonio Meucci con el nombre de teletrófono, y no Alexander Graham Bell, que fue el primero en patentarlo. Ya saben: unos crían la fama y otros cardan la lana.

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