Yo
debo de ser uno de los pocos españoles que usan a diario el teléfono fijo.
Todavía conservo uno, modelo “heraldo”, con rosca donde se mete un
dedo (con perdón); y otro, modelo “forma”, con
botones, como aquellos acordeones diatónicos (esos a los que les faltan varias
notas y acordes) por los que salían los quejidos de “Sous le ciel de París”. Y ambos teléfonos funcionan a la
perfección. Con ellos conecto con la familia en la diáspora por Navidad y a través de ellos me entero de las ofertas que
hay de teléfonos móviles. Rara es la tarde en la que no me llaman mientras
duermo la siesta (solemne costumbre que Churchill
adquirió en Cuba no sé en cuál de sus dos viajes: si como corresponsal de
la guerra contra España en 1895, o en 1946, cuando contaba 71 años) para
ofrecerme las últimas novedades en inalámbricos que no debo desaprovechar con
una voz sudamericana; y que lo primero que hace cuando descuelgo es someterme a
un interrogatorio referente a la compañía con la que se supone que tengo
contrato del “celular” (odiosa palabra) y sobre cuánto pago por su mantenimiento.
Mi respuesta inmediata es mandar a la operadora de acento criollo al carajo de
la vela, que, dicho sea de paso, no es ninguna grosería sino la cesta vigía, o la
cofa (plataforma), de un galeón situada en lo alto del palo mayor, es decir, el
que ocupa la posición central, entre el trinquete (más a proa) y el de mesana
(más a popa), si hacemos caso al Diccionario
náutico abreviado, de G. Poncio,
L. Ballester, R. Nicotra y A. Will, de
gran utilidad y fácil manejo. Pues bien, como digo, yo el teléfono fijo lo
utilizo para hablar, que es para lo que lo inventó Antonio Meucci con el nombre de teletrófono,
y no Alexander Graham Bell, que fue
el primero en patentarlo. Ya saben: unos crían la fama y otros cardan la lana.
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