Dice
Juan Diego Madueño, en El Español, (“Juan Carlos, un semidiós hundido”) que “Don Juan Carlos ha descubierto en los toros el último lugar en el
que se le rinde pleitesía. La gente se levanta a su paso, corean el himno
nacional y se le gritan vivas. Sólo ocurre en la plaza. Ahí no es un anciano
preocupado, con la conciencia cargada y dilemas. Los
taurinos asumen ese vasallaje como peaje por las carantoñas al sector, frágil y
perseguido. Los aficionados son su otra Corinna; va, derrotado, a por dosis de cariño”. Quién te ha visto y
quién te ve, Bernabé. Es triste recurrir a la inviolabilidad en su derrota
definitiva. Esperamos ansiosos a que llegue diciembre, con las parafernalias
previstas para la celebración del cuadragésimo aniversario de la Constitución
Española. Como decía Manuel Martín
Ferrand, en este país se le da más importancia a los fastos que a la
eficacia. Se dice que Juan Carlos fue el “motor
del cambio”. No estoy seguro. Lo cierto es que los españoles, con su voto
afirmativo aquel 6 de diciembre de 1978, ratificaron en las urnas lo que Franco había dictado a dedo tiempo
atrás. Y atrás quedaba, también, la Ley
de Reforma Política, aprobada en las Cortes en noviembre de 1976 por 425
votos a favor, 59 votos en contra y 4 abstenciones. Pero el “campechano oficial del reino” tuvo que
abdicar en junio de 2014 y dejar su papel de protagonista. Sólo unos meses
antes, el 23 de marzo, despedía a su amigo Adolfo
Suárez, su compañero de viaje que acababa de morir. La Monarquía ya no
aguantaba las encuestas. Y el 14 de abril, en el safari de Botsuana se cayó, se
rompió unos huesos y terminó el “pacto de
silencio” que habían mantenido hasta entonces los medios de comunicación.
Perdura la leyenda de que Manuel Fraga, el eterno aspirante a presidir el Gobierno de España, llevaba el
Estado en su cabeza. Puede que fuera así. Pero el 15 de enero de 2012 abandonó
este mundo y fue como si hubiese explotado un vaso de "duralex". Desde entonces, nada fue igual. Nos había mirado el
tuerto.
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