Nunca
dejó de sorprenderme ese olor característico que desprenden los libros
antiguos. Todavía me ocurre con un
ejemplar de Gente Menuda
correspondiente al primer semestre de 1936. El segundo semestre nunca se
publicó por causa de la Guerra Civil. Pues bien, se trata de un libro de
coleccionables (Gente menuda era el
suplemento dominical de Blanco y Negro)
heredado de mi madre, que era adolescente en el momento de ocurrir el golpe de
Estado. Da igual abrirlo por una página que por otra. Siempre el mismo olor y
sus hojas cada vez más amarillas. Y dentro, los breves cuentos de Graciella; de Aurelia Ramos; de Josefina
Bolinaga; de Celia Machón; de Gloria de la Prada; de Elena Fortún…, y los dibujos de Serny, de Areuger, de Estebita, de
Fervá, de Teodoro Delgado y de Orbegozo.
También se incluía en cada ejemplar una “Página
de los lectores”, la última, donde los niños publicaban dibujos. En el
número correspondiente al 31 de mayo hay dibujada una carabela a plumilla y
debajo pone: “Ramón Sáinz de Varanda,
once años”. Faltaban muy pocas fechas para que a su padre, médico de
Iriépal (Guadalajara) lo fusilasen los republicanos. Pero, ¿por qué razón los
libros viejos huelen bien? La respuesta
la tiene Pedro Gargantilla, médico
internista del Hospital de El Escorial. Según él, se debe la degradación de la
celulosa. Hay ciertos compuestos volátiles que se liberan al aire, entre ellos
la lignina, un polímero orgánico que se forma a partir
de la degradación
de la celulosa que desprende un olor a vainilla y que es
responsable de que amarillee y se amustie el papel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario