Yo dejé de sentir la emoción de pasar unos días en la
playa el día que abrí un cajón y saque de su interior un montón de conchas de
berberecho que tenía atesoradas y de las que ya no me acordaba de su
existencia. Eran conchas recogidas en las finas arenas de El Sardinero, de
Zarauz, de Peñíscola, de Calafell…, los últimos recuerdos de una época de mi
vida que ya no volverán. También tuve una caracola, que un día se la regalé a
una niña que iba con su madre en el compartimiento de un tren que ya tampoco
existe. No sé qué habrá sido de aquella niña y de aquella caracola que si te la
arrimabas al oído escuchabas el mar. O creías que escuchabas el mar. Más tarde
descubrí que arrimando un vaso a la oreja salían sonidos parecidos a lo que sentía
con aquella caracola. No era el océano lo que se escuchaba sino los ecos de los
lamentos de náufragos de la Costa de la Muerte descritos por Cela en “Madera de boj”, su último libro salido de la imprenta. Dice entre
sus páginas: “La mar no se paró nunca
desde que Dios inventó el tiempo hace ya todos los años del mundo, Dios inventó
el mundo al mismo tiempo que el tiempo, el mundo no existía antes del tiempo,
la mar no se cansa nunca, el tiempo no se cansa nunca, ni el mundo, que cada
día es más viejo pero tampoco se cansa nunca, la mar se traga un barco o cien
barcos, se lleva un marinero o cien marineros y sigue murmurando con su voz
afónica, con su voz de borracho triste y pendenciero, amargo y peleón”.
Aquel tren iba camino de Valladolid, por Ariza, y cuando llegué al destino
final, a la estación de Campo Grande, iba impregnado de carbonilla. Pero la niña
y su madre se habían apeado en Almazán, en la diócesis de Osma, donde murió Tirso de Molina y donde se fabrican las
mejores paciencias, a base de harina,
azúcar, esencia de limón o de anís y clara de huevo.
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