Ya hemos dado en Aragón con la bicha, un quelonio de tremendo mordisco
procedente de Norteamérica que nadie sabe de qué forma llegó a las aguas del
Ebro. Primero fue el siluro, un pez horroroso y de enormes proporciones que
puede vivir durante 70 años, que nada por el Danubio. Se sabe que unos alemanes los soltaron en el
pantano de Mequinenza en 1974 y que, desde entonces, ha diezmado a los peces
nativos, como el barbo, la carpa, la trucha y la madrilla. Más tarde aparecieron
las argentinas cotorras de Kramer, que llegaron a España de forma legal en 1986
para ser vendidas como mascotas. La agresiva avispa asiática llegó a Europa en
un cargamento de jarrones chinos. Ahora, el cangrejo azul se ha hecho dueño del
Delta del Ebro. Pero son muchas las especies invasoras: la rana toro, el
cangrejo rojo, el mosquito tigre, el galápago de Florida, el mejillón cebra… Y
se produce una lucha desigual donde lo autóctono es el perdedor. Algo parecido
sucede con las plantas invasoras: ailanto, camalote, caña, azolla, plumero,
etcétera. Por si ello fuera poco, vuelven a aparecer en España numerosos casos de
sífilis y de tuberculosis, sobre todo por la promiscuidad sexual y por la falta
de control sanitario de inmigrantes, dejando claro que no estoy en contra de la
inmigración ni con lo que uno pueda querer hacer con su cuerpo. Ni soy xenófobo
ni pretendo impartir lecciones de moral puritana y mojigata. Pero una cosa es
la xenofobia o la moral de sacristía y otra cosa muy distinta es la profilaxis
y el uso el condón. A nadie se le escapa que para la Iglesia Católica, si el
acto sexual se realiza fuera del matrimonio es un pecado (adulterio, en caso de
personas casadas; fornicación, en el de las solteras). Y si se realiza
haciéndolo artificialmente infecundo, también. Como digo, hay que tener cuidado
con la bicha, que sabe disfrazarse hasta detrás de una fina y elegante hoja de
culantrillo.
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