Me impacta por su humanidad lo que cuenta Manuel Bohórquez en su artículo “Soñando
con La Higuerita”, en El Correo de Andalucía. Dice: “Ir a
alguna playa hace medio siglo era un lujo al alcance de pocos, al menos en
Palomares. Recuerdo que los que iban dejaban la casa blanqueada y todo por si
no regresaban, como si fueran a la luna. Cuando regresaban, ya de noche, se
iban a los bares de Ricardo o Pepe el Juez para contar las batallitas
y dejar caer la lucha que habían tenido con un pulpo o un calamar gigante en
algún espigón. (…) Hasta tal punto que cuando por fin pude ver el mar de cerca,
en San Pedro de Alcántara (Málaga), con solo 16 años, recordé aquellas
historias de mis paisanos y me daba miedo meterme en el agua. Veía el mar y
pensaba que el cielo se había desplomado sobre la tierra…”. Algo parecido me sucedió a mí cuando vi desde
la playa de Zarauz el Monte Ratón de
Guetaria, también conocido como el Monte
san Antón, con su hocico afilado señalando el proceloso horizonte cántabro
y con su tómbolo sobre el puerto. Un monte que hasta el siglo XV formó una
isla. Y en lo más alto, el faro, guía de navegantes. Pero no hay que marcharse
de Guetaria sin haber probado los chipirones a “lo Pelayo” y el bogavante a la plancha, siguiendo la receta del
asador Kaia Kaipe, gobernado por dos
primos, Aitor e Igor Arregui, y plasmada en el libro “Kaia Kaipe 1962-2012”. Señala esa receta: "El bogavante lo
partimos por la mitad, reservamos el contenido de la cabeza para que no se
seque y lo pasamos por la plancha, vuelta y vuelta. Volvemos a rellenar las
cabezas, añadimos un chorrito de aceite, medio dado de mantequilla y va al
horno cinco minutos. Cuando lo sacamos, echamos un chorrito de whisky y
flambeamos". Lo que sucede es que, cuando intento guisarlo para sorprender a mis invitados y
siguiendo al pie de la letra la receta, nunca sale igual. De inmediato recuerdo
algo que me sucedíó en Sevilla. En los ratos de asueto, con un compañero de
Zaragoza íbamos hasta el bar Pinto,
en La Campana, por tomar unos chatos de vino “don Mendo”, con denominación de origen “Cariñena”. Mi compañero
decía que aquel vino de pasto, que él clasificaba como “químicamente puro”, no
le sabía igual que en Zaragoza. Un día le pregunté al compañero Vicente -que tal era su nombre de pila- si conocía la razón de que eso sucediera. Él, serio y
circunspecto, siempre mirando al frente de la barra y con la vista fijada
sobre un cuadro de La Niña de los Peines,
me respondió: “La razón es sencilla: al pasar Despeñaperros, el vino se da
la vuelta”. Algo parecido me debe de suceder cuando intento, ya en Zaragoza, copiar
la receta del bogavante a la plancha al estilo del guetarense Kaia Kaipe. Seguro que al pasar Tafalla, el bogavante se da la
vuelta. Y eso no hay santo que lo remedie.
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