Hoy, en ABC, Antonio
Burgos se duele de los pisos “turispatera”
que invaden Sevilla y de lo mal que visten los turistas. Dice: “Nunca en el
verano, por mucho calor que hiciera, se vistió en Sevilla tan mal como que
(sic) se hace ahora. ¡Ay, aquellas chaquetas de mil rayas de Galán, tan sevillanas! Ir con chaqueta,
aunque sea sin corbata, es ahora como vestir chaqué... Y aunque hay un Movimiento
Pro Guayabera para imponer una especie de colonial y cubana etiqueta de verano,
todo lo arrasa este turismo zarrapastroso que nos ha tocado para degradación de
Sevilla y de sus veladores con los chorritos de agua pulverizada”. Del mismo
modo, se horroriza contemplando a aquellos que arrastran por las calles maletas
de ruedas, “símbolo -según afirma- de la
calidad del turismo que nos llega. Cuando usted va de viaje o de vacaciones por
ahí, como un señor que es, ¿va a acaso arrastrando su maleta de ruedas en busca
de un autobús baratito, con el plano de la ciudad en la mano? No, a usted le
llaman un taxi desde el hotel para llevarlo al aeropuerto, y, a poco servicial
que sea, es el conductor quien le toma el equipaje para meterlo en el maletero.
Usted arrastra su maleta de ruedas si acaso por los largos pasillos del
aeropuerto, esos sitios cada día más incómodos y molestos…”. Y remata la faena
de su artículo con una revolera: “Cuando el Domingo de Ramos o el Jueves Santo
llega a Sevilla un visitante, no un turista zarrapastroso de mochila, chanclas,
botellas de agua mineral y piso ‘turispatera’, sino un señor, se admira de lo
bien vestidos que vamos los sevillanos. Esos mismos, a poco buen gusto que
tengan, si vinieran ahora, se sorprenderían de lo mal vestida que va la gente
por la calle en verano: el imperio de la camiseta de tirantas y de los calzones
cortos”. Recuerdo que cuando yo trabajaba en Sevilla tenía un compañero de oficina, Gómez, que se pasaba el día
refunfuñando porque los sevillanos no hablaban como los de Valladolid, de donde
él procedía. Era algo que no soportaba, sin llegar a entender, o al menos eso
parecía, que era él el advenedizo y que era él, también, el que debía adaptarse
a los usos y costumbres del sitio donde iba a ganarse el sustento. Pues bien, a
Burgos le pasa algo parecido. Pretender que los turistas sean pupilos de
hoteles de 5 estrellas y que vistan de traje y corbata con cuarenta grados a la
sombra, es como pedir peras al olmo. El turista viste como le viene en gana, se
hospeda donde puede y arrastra maleta con ruedas cuando se marcha con la música
a otra parte. Hay, a mi entender, una diferencia entre Gómez y Burgos. Lo de
Gómez era hablar por no callar. Parece normal que en su soledad de alojado en
pensión barata, y lejos de su familia, tuviese añoranza del Pisuerga, del Paseo
de las Moreras, de que Valladolid, entre 1601 y 1606, fuese capital del imperio
español y de que fuese justo allí, en Pucela, donde Cervantes terminase el Quijote.
Lo de Burgos es distinto. A Burgos le sale por los poros de la piel un ramalazo
clasista y excluyente difícil de entender en democracia. Debería entender que,
cuando se acepta el dinero que dejan los viajeros en sus viajes turísticos,
bueno será, de igual modo, aceptar sus gustos y preferencias. La frase “dinero
acá, indiano allá” se usaba, pues eso, en la época de las chaquetas de mil
rayas, no sé si de Galán o de García Hernández.
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