Los artículos de Juan José Millás deberían leerse en las escuelas para que los
chavales, desde su más tierna infancia, supieran qué les espera cuando sean
adultos, cuando ya nadie les ría las chiquilladas, cuando asuman que han
cronificado su pobreza y que no hay forma de salir de ese agujero negro que
todo lo fagocita. Recuerda hoy en El País Juan José Millás: “Dice el Banco de España que los jóvenes
ganan menos que los de hace una década. En otras palabras: la miseria se ha
institucionalizado. No se muere uno de pobre, se muere siendo pobre, lo que
supone una conquista sin parangón desde el punto de vista de la armonía social”.
(…) “No corremos el peligro de que las fuerzas revolucionarias arrastren a las
masas porque las masas se hallan en las fábricas y en las oficinas, cobrando
salarios de hambre, aceptándolos, asumiéndolos, doblegándose por fin a la idea
de que esto es lo que hay”. Triste. Todo muy triste. Porque antes la pobreza se
asumía de la misma manera que se asumía una enfermedad de larga duración; es
decir, con resignación. Como bien prosigue Millás: “Descabezados los
movimientos sindicales, ensimismados los partidos políticos de izquierda,
globalizado al fin el pensamiento ultracapitalista, no hay barrera que impida
el avance ordenado de la penuria. Solo conviene medir la temperatura social de
vez en cuando, por si fuera preciso introducir alguna medida correctora”. Ahora
la pobreza ya no se asume, se oculta. El pobre va de farol cuando entra en el
bar, cuando un hijo hace la primera comunión y desparrama las vanidades, o
cuando se cambia de coche de segunda mano. Hay que vivir de tejas para afuera
con el lucimiento de los toreros de postín, mirando al tendido y quedando
bonito. Lo malo llega cuando la cuerna florida del desecho de tienta, es decir,
el agobio del préstamo de Cofidís, abre un ojal en el triángulo de Scarpa
parecido al que produce el disparo de un trabuco a cañón tocante. Entonces uno
se da cuenta de que las cosas son como son y hay que tomarlas como vienen.
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