Cuando alguien no entiende lo que has escrito en un
papel suele decir que tienes letra de médico. A mi entender, al escribir de
forma un tanto ilegible, siempre se da por hecho que el lector lo entenderá a
la primera, y que las palabras que no entienda, por asociación de ideas
encontrará la pista. Siempre pongo el ejemplo de ese médico que comenzaba la
receta por “p”, continuaba con una raya larga y terminaba con “l”. Cualquier
farmacéutico avispado juzga que en la nota pone “paracetamol”, ese fármaco que se ha hecho muy popular entre los asiduos
de los ambulatorios y que sirve tanto para un roto como para un descosido, de
la misma manera que en mi infancia lo era la “cafiaspirina” para amansar un constipado, o el “negral” para mitigar un dolor de cabeza.
Yo, que ya tengo una edad, pertenezco a la generación del reconstituyente “hipofosfitos”, de las dolorosas inyecciones de “hepal-crudo” de color marrón, y de las lavativas
mucilaginosas que se administraban por el ano con la ayuda de una perilla
colorada. Llegaba el practicante, sacaba la jeringuilla de cristal de un
estuche de hojalata y unas agujas, las hervía en agua sobre un algodón untado
en alcohol y más tarde clavaba el aguijón en mi trasero, que no en el
preceptivo hoyo de las agujas, como si el practicante estuviese matando un toro
al volapié, esa suerte de recibir inventada por Joaquín Rodríguez, alias Costillares.
Ahora, con la receta electrónica, los boticarios no necesitan tener que
descifrar los jeroglíficos de las recetas manuales. Toman el específico de una
balda, le quitan un cuadrado a la caja con la ayuda de un cúter y se la
entregan al cliente con esa ventana abierta para que escape el malaje de
los efectos secundarios en la fórmula magistral. Las ventanas en el cartoné de
las cajas de medicamentos, digo, las convierten en cámaras fotográficas que,
como la luna, al menos eso decía Ramón
en una de sus greguerías, sólo gasta
una placa cuando ve un crimen.
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