sábado, 20 de julio de 2019

Letra de médico




Cuando alguien no entiende lo que has escrito en un papel suele decir que tienes letra de médico. A mi entender, al escribir de forma un tanto ilegible, siempre se da por hecho que el lector lo entenderá a la primera, y que las palabras que no entienda, por asociación de ideas encontrará la pista. Siempre pongo el ejemplo de ese médico que comenzaba la receta por “p”, continuaba con una raya larga y terminaba con “l”. Cualquier farmacéutico avispado juzga que en la nota pone “paracetamol”, ese fármaco que se ha hecho muy popular entre los asiduos de los ambulatorios y que sirve tanto para un roto como para un descosido, de la misma manera que en mi infancia lo era la “cafiaspirina” para amansar un constipado, o el “negral” para mitigar un dolor de cabeza. Yo, que ya tengo una edad, pertenezco a la generación del reconstituyente “hipofosfitos”,  de las dolorosas inyecciones de “hepal-crudo” de color marrón, y de las lavativas mucilaginosas que se administraban por el ano con la ayuda de una perilla colorada. Llegaba el practicante, sacaba la jeringuilla de cristal de un estuche de hojalata y unas agujas, las hervía en agua sobre un algodón untado en alcohol y más tarde clavaba el aguijón en mi trasero, que no en el preceptivo hoyo de las agujas, como si el practicante estuviese matando un toro al volapié, esa suerte de recibir inventada por Joaquín Rodríguez, alias Costillares. Ahora, con la receta electrónica, los boticarios no necesitan tener que descifrar los jeroglíficos de las recetas manuales. Toman el específico de una balda, le quitan un cuadrado a la caja con la ayuda de un cúter y se la entregan al cliente con esa ventana abierta para que escape el malaje de los efectos secundarios en la fórmula magistral. Las ventanas en el cartoné de las cajas de medicamentos, digo, las convierten en cámaras fotográficas que, como la luna, al menos eso decía Ramón en una de sus greguerías, sólo gasta una placa cuando ve un crimen.

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