jueves, 4 de julio de 2019

Un diálogo inexistente




En su inestimable blog “La cuchara de san Andrés”, Fernando Valbuena daba cumplida cuenta del mundo de la restauración culinaria madrileña el último año del siglo XIX, es decir, en 1900. Señala: “En “Lhardy”, en la Carrera de San Jerónimo, de doce a dos la gente elegante tomaba el aperitivo. El caldo era, a esa hora, santo y seña. Otro de los grandes restaurantes de aquellos días, “Tournie”, abría sus puertas no muy lejos, en la calle Mayor.  En “Molinero”, sito en la flamante Gran Vía, se servía un menú para pudientes por diez pesetas. Para que se hagan una idea, en el Hotel Ritz el cubierto de seis platos costaba dieciséis pesetas. Del Hotel Palace era famoso el grill. En la calle Echegaray el Hotel Inglés ofrecía un festín pantagruélico, consistente en aperitivos variados y diez platos, por diez pesetas. En esa misma calle, “Los Gabrieles”, abigarrada casa de comidas, daba un cocido completo por solo sesenta céntimos. Entre los restaurantes típicos destacaban “Botín” y “El Mesón del Segoviano”, célebres ambos por sus asados. Mariscos en “La Viña”, calle Núñez de Arce; judías y merluza en “La Concha”, calle Arlabán. En “El Buffet Italiano” ya se servía comida del país vecino, todo un ejercicio de sibaritismo para la época. Los más trasnochadores solían terminar la juerga con la sopa de ajo al horno de “Los Burgaleses”,  cocina que nunca cerraba". Precisamente hoy, releyendo a Carlos Seco Serrano (“Viñetas históricas”, Austral, Madrid, 1983), en su página 409, ese historiador comentaba que, el 27 de mayo de 1932,  Manuel Azaña defendió en las Cortes el Estatuto Catalán con un discurso de tres horas. (“El discurso –anota Azaña en su Diario- ha durado tres horas, y no he sentido fatiga de hablar, únicamente me cansaba, al final, de estar tanto tiempo de pie.”) Seco Serrano cuenta que “Azaña –felicitado por todos los ministros, exceptuando a Prieto- termina la triunfal jornada cenando con sus íntimos en “Los Burgaleses”. Pero para Azaña ahí no terminó ahí la noche. Todavía tuvo tiempo de recluirse en su despacho y escribir unas notas: “Me agradaba estar solo y en silencio, al cabo de tantas horas de tensión, de ruido y de muchedumbre… (…) Y entonces he pasado por un extraño estremecimiento. (…) He imaginado que la puerta del despacho se abría y entraba el Rey y se encontraba con aquel mismo señor que yo estaba viendo en el despacho, tan distinto del Manuel Azaña que yo solía ser. Le he recibido sin sorpresa, con frialdad, sin altivez. El Rey estaba un poco desconcertado y alicortado por la rareza de la situación”. La realidad es otra: Alfonso XIII y Manuel Azaña jamás se entrevistaron.

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