En su inestimable blog “La cuchara de san
Andrés”, Fernando Valbuena daba
cumplida cuenta del mundo de la restauración culinaria madrileña el último año
del siglo XIX, es decir, en 1900. Señala: “En “Lhardy”, en la Carrera de San Jerónimo, de
doce a dos la gente elegante tomaba el aperitivo. El caldo era, a esa hora,
santo y seña. Otro de los grandes restaurantes de aquellos días, “Tournie”, abría sus puertas no muy lejos, en la
calle Mayor. En “Molinero”,
sito en la flamante Gran Vía, se servía un menú para pudientes por diez
pesetas. Para que se hagan una idea, en el Hotel Ritz
el cubierto de seis platos costaba dieciséis pesetas. Del Hotel Palace era famoso el grill. En la calle
Echegaray el Hotel Inglés
ofrecía un festín pantagruélico, consistente en aperitivos variados y diez
platos, por diez pesetas. En esa misma calle, “Los
Gabrieles”, abigarrada casa de comidas, daba un cocido
completo por solo sesenta céntimos. Entre los restaurantes típicos destacaban “Botín” y “El Mesón del Segoviano”,
célebres ambos por sus asados. Mariscos en “La Viña”,
calle Núñez de Arce; judías y merluza en “La Concha”,
calle Arlabán. En “El Buffet Italiano”
ya se servía comida del país vecino, todo un ejercicio de sibaritismo para la
época. Los más trasnochadores solían terminar la juerga con la sopa de ajo al
horno de “Los Burgaleses”, cocina que nunca cerraba". Precisamente hoy, releyendo
a Carlos Seco Serrano (“Viñetas históricas”, Austral, Madrid,
1983), en su página 409, ese historiador comentaba que, el 27 de mayo de 1932, Manuel
Azaña defendió en las Cortes el Estatuto Catalán con un discurso de tres
horas. (“El discurso –anota Azaña en
su Diario- ha durado tres horas, y no he
sentido fatiga de hablar, únicamente me cansaba, al final, de estar tanto
tiempo de pie.”) Seco Serrano cuenta que “Azaña –felicitado por todos los
ministros, exceptuando a Prieto- termina la triunfal jornada cenando con sus
íntimos en “Los Burgaleses”. Pero para
Azaña ahí no terminó ahí la noche. Todavía tuvo tiempo de recluirse en su
despacho y escribir unas notas: “Me
agradaba estar solo y en silencio, al cabo de tantas horas de tensión, de ruido
y de muchedumbre… (…) Y entonces he pasado por un extraño estremecimiento. (…)
He imaginado que la puerta del despacho se abría y entraba el Rey y se
encontraba con aquel mismo señor que yo estaba viendo en el despacho, tan
distinto del Manuel Azaña que yo solía ser. Le he recibido sin sorpresa, con
frialdad, sin altivez. El Rey estaba un poco desconcertado y alicortado por la
rareza de la situación”. La realidad es otra: Alfonso XIII y Manuel Azaña jamás se entrevistaron.
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