sábado, 7 de agosto de 2021

Explota, explótame, expló

 


Ay, live, live, live, lai, qué desastre si tú te vas.  “Este barrio era muy tranquilo, pero ha venido mucha gentuza”, le dice un tipo muy delgado y con aire de baratero a la camarera mientras ésta le sirve  otro anís Machaquito. La sinfonola existente entre dos cortinones de color botella continúa rallando el microsurco con la canción de “En el amor todo es empezar” en la voz de Ana Guerra. Al momento entran en el garito dos hombres con aspecto de trileros. En una esquina de la barra piden a la camarera unos JB. Uno de ellos marcha al excusado. El otro se acomoda en un taburete y se mira el botín de la pierna doblada con tacón cubano. Después se acerca a la sinfonola, mete unas monedas en la ranura  y comienza a sonar la voz de Manzanita y su “Verde, que te quiero verde”, todo un clásico en las barras americanas. En la calle las gotas de lluvia se estrellan en los adoquínes con la fuerza de un insecto contra un parabrisas. Entra el sereno, deja el chuzo apoyado en una columna, se frota las manos y pide un café perfumado con unas gotas de ron Negrita. La moharra ajustada al asta de madera es como la lanza de Longinos  pintada en un mal lienzo de sacristía. Estrella,  la chica de la barra se llama Estrella, no consigue que el tipo que le está dando conversación le invite a tomar algo. Allí se termina la conversación. Ella, Estrella, saca de un cajón un cuadernillo de crucigramas y se dispone a  hacer un autodefinido. De los dos hombres que toman JB, uno de ellos le entrega al otro un rollo de billetes de curso legal sujetos con una gomilla. Éste, en señal de confianza, lo guarda en el bolsillo interior de la americana sin contarlo. El sereno está empapado. Como puede, lía un cigarro de ideales, lo enciende con un chisquero de gasolina y apura el último sorbo a su café. La noche se le antoja larga, húmeda y silente. Se coloca la gorra de plato, toma el chuzo y el fanal, da dos golpes con el asta en el suelo y vuelve a la calle, su feudo nocherniego, después de haberle soltado un “adiós, guapa” a Estrella. Al sereno le cae encima el agua de una gárgola de la Audiencia Provincial por no haber estado atento y mirar a una muchacha dulce y agraz que  iba de recogida. “Vaya por Dios, qué torpeza!” dice sin que nadie le escuche. No hay que darle mayor importancia. Le vienen a la cabeza marineros vascos con caras de cuadro de Cantarero faenando con chubasqueros amarillos. Pero él no dispone de chubasquero sino de traje de pana y un capote marrón que ya conocía el frío de las trincheras de la sierra de Pandols y que le donó un vecino subteniente para que pudiese sobrellevar la rasca inclemente con una pizca de decoro. Entre callejuelas del casco viejo tararea  un tango de Aníbal Troilo: “San Juan y Boedo  antiguo y todo el cielo, Pompeya y, más allá, la inundación, tu melena de novia en el recuerdo, y tu nombre flotando en el adiós. La esquina del herrero barro y pampa, tu casa, tu vereda y el zanjón, y un perfume de yuyos y de alfalfa que me llena de nuevo el corazón. Sur…paredón y después…”. La luna le observa con cara de pazguata. Ha dejado de llover, la niebla suelta carrete y el silencio se convierte en compañero alalo a falta de sombra. Todo ha muerto. Ya lo sé.

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