sábado, 21 de agosto de 2021

Hojas secas

 


Recuerdo de niño haber visto tomar a mi abuela pastillas de Sedobrol, que fabricaba los Laboratorios Roche a partir de 1912. Fue uno de los primeros tranquilizantes cuya base era el bromuro de sodio en forma de pastillas marrones, que se conservaban dentro de un botecito,  se disolvían en agua caliente y se administraban entre comidas. Alguna vez me lo dio a probar mi abuela. Sabía raro, como a sopa de sobre. Decía ella que lo tomaba como sedante. Un día desapareció de la balda del comedor de diario y nunca más volví verlo sobre el blanco mantel. Aquella balda estaba bastante alta y también soportaba dos cascos de anís: uno de ellos  con vino blanco, el otro con vino clarete. El blanco lo tomaba mi bisabuelo, el clarete mi abuelo.  No coincidían en las comidas salvo los domingos y días fiesta. Mi bisabuelo comía solo sobre la una de la tarde. Los demás, a las dos y media, coincidiendo con el inicio del parte de la radio. Mi bisabuelo comía a “palo seco” y al término del postre era cuando se bebía un palmero de vino blanco a pequeños sorbos. Mi abuelo sólo podía tomar un vasito, que debía administrarse durante toda la comida por culpa de su hipertensión. A veces, pedíamos a mi abuela que nos pusiera cuatro gotitas de vino clarete en el vaso de agua, sólo por tintarla. Conseguía que, tanto mi hermano como yo, nos sintiéramos adultos. Después de comer mi abuela nos obligaba a echar la sienta. Cuando nos levantábamos, en el cuarto de estar estaba mi bisabuelo con La Gaceta del Norte entre las manos. Él siempre tuvo su propio diario. Jamás leía los otros tres,  ABC, El diario montañés y Alerta, que siempre estaban sobre la mesa a su disposición. Uno es dueño de sus propias rarezas y yo lo entiendo. Permanecía sentado en un sillón de mimbre y esperaba que apareciéramos por el cuarto de estar mi hermano y yo para contarnos viejas historias. Pero nosotros preferíamos jugar a médicos y le utilizábamos como cobaya. Le poníamos “inyecciones” con el bolo de un juego que nunca usábamos y hasta llegábamos a hacerle dañó en la espinilla. Pero él todo lo soportaba con resignación. Le decíamos que eran inyecciones de “Hepal crudo”, muy dolorosas; y  que, en realidad, eran las que nos solía inyectar un practicante, Pontide,  alto, delgado, con  fino bigote, mirada siniestra y cara de cuchillo. Nunca supimos el motivo de aquellas dolorosas inyecciones reconstituyentes que enviaba mi madre a Santander desde Aragón. Se trataba de muestras gratuitas que los Laboratorios Juste  hacían llegar a la clase médica.

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