domingo, 1 de agosto de 2021

Viajar y desplazarse

 


No es lo mismo viajar que desplazarse. Hoy con los aviones, las autopistas y los trenes de alta
velocidad nos desplazamos de un sitio a otro sin apenas darnos cuenta. Hemos ganado en tiempo pero hemos perdido en conocimiento de las cosas sencillas. Ya ni siquiera podemos robar paisajes con la cámara de fotos. Marchas por páramos desiertos y no tienes la oportunidad de parar en un restaurante de carretera para tomar un café ni en una librería de los ferrocarriles de estación para comprar un periódico. Y en los andenes no permiten a los familiares que te puedan despedir al montar en uno de aquellos vagones marrones con balconcillo y asientos corridos de madera. Las maletas eran del mismo color para no desentonar con el entorno. Sólo la carbonilla de la locomotora, que se colaba por todas las ventanillas, ponía la nota de color en nuestras camisas blancas. Aquel traqueteo monocorde de las ruedas del vagón pisando sobre las juntas de dilatación de las vías se me antojaba como la variación reiterativa de ese repique de las baquetas en la caja a lo largo del Bolero de Maurice Ravel. Sólo se modificaba en los contracarriles, en las agujas dobles y en los escapes, donde la monotonía de los compases se transformaban por un instante en la típica tamborrada del Bajo Aragón con la “rompida de la hora”. Al poco, el ritmo volvía a la normalidad. Por  la ventanilla observábamos un rebaño de ovejas por un camino polvoriento, la torre albarrana de una iglesia, o la chimenea de una fábrica de ladrillos. También se puede viajar sin salir de una habitación. Para ello será necesario buscar un sofá cómodo y el silencio necesario para poder enfrascarnos en la lectura de “Los mares del Sur”, de Stevenson, “Judíos, moros y cristianos”, de Cela, o “El nuevo viaje de España”,  de Víctor de la Serna, por citar lo primero que me viene a la cabeza. Desplazarse también lo hacen los que navegan por la noche en tumbona en la cubierta del ferry que une Almería con Orán. Pero la noche cerrada y el silencio mudo no ayudan a que el viaje salga de la honda cárcava. Sólo invita a romper a llorar. Viajar, como digo, es poder comprobar que cada andén de estación huele de diferente manera, que sobre el páramo castellano sobrevuela el gavilán y que en la habitación que ocupas en el motel de carretera, entre curvas y pinos, días atrás estuvo hospedado un forajido reclamado por la Audiencia de Zamora.

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