viernes, 20 de agosto de 2021

La revolera de un alcalde

 


El alcalde de Calatayud, José Manuel Aranda, se resiste a retirar la Medalla de Oro concedida a  Francisco Franco en 1951, pese a la insistencia de la Dirección General de Patrimonio Cultural del Gobierno de Aragón de que se borre del Libro Registro de Honores y Distinciones bilbilitano esa gracia honorífica conocida al mayor sátrapa español del siglo XX, en complimiento de la Ley de Memoria Democrática de Aragón. Según esa Ley, “no corresponde a ese Ayuntamiento ponderar su cumplimiento”. Pero Aranda, que siendo médico de profesión confunde los orzuelos con los defectos del paisaje, se mantiene en sus trece, como el Papa Luna, y asegura con el lance de una larga revolera que “la Corporación no puede retirar una medalla inexistente, ya que quedó extinta en 1975 con la muerte de su destinatario”. Dice lo “quedó extinta” como si se refiriera al incendio de Santander de 1941. En contraposición, la directora general, Marisancho Menjón, recalcó que, “de acuerdo con el Código Civil, distinciones como la referida no cesan con el fallecimiento del destinatario”. Pues nada, ya sabemos cómo anda el aceite del candil de ese alcalde del PP, que perdió tres ediles en los últimos comicios y tuvo que apoyarse en Ciudadanos para auparse a la Alcaldía, a mayor gloria de su partido. Esa negativa a quitar la distinción al dictador puede derivar en la pérdida de dos millones de euros que cada año transfiere la DGA a ese municipio,  por el incumplimiento manifiesto de esa Ley. Como dice la canción de María Isabel López, “antes muerta que sencilla”. Aranda está en el feudo del conservadurismo aragonés y cada mañana se levanta, se mira al espejo y canturrea su particular miserere mientras una lágrima gorda le cae por la mejilla: “El pintalabios/ toque de rímel/ moldeador,/ como una artista de cine, peluquería,/ crema hidratante/ y maquillaje, que es belleza al instante/ abre la puerta, que nos vamos pa’la calle/ que a quién le importa lo que digan por ahí/ antes muerta que sencilla, ay, que sencilla, ay que sencilla…”. Ese hombre público todavía no se ha enterado, según se desprende de su rústico y trasnochado “chufla, chufla” pese a ser utrerano de nación,  de que las leyes están para cumplirse. Lo único que lograría con su incumplimiento, de producirse, sería fomentar en la ciudadanía acostumbrarse a convivir con la ignorancia de las normas.

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