El pasado domingo, día 7, fue
como si a todo dios le hubiera dado por vestirse de carnaval. En Zaragoza, la
presidenta de la Comunidad,
Luisa Fernanda Rudí, asistía en la
Plaza de las Catedrales a una parada militar presidida por el
ministro del Interior (que últimamente se prodiga como la sal en todas las
borrajas) y donaba una bandera a la
VIII zona de Benemérita que había costado a la DGA casi 6.000 euros. Y Rudí,
que también recibía una condecoración por no sabemos qué méritos contraídos, se
paseaba en mañana soleada por la plaza-adefesio de González Triviño vestida de
manola, o sea, de negro, con zapatos de chúpame la punta, mantilla española y
peineta. Un conjunto que hasta es posible que repita durante el insufrible
Rosario de Cristal, donde se aprovecha por los “misicas” que mean en arco para empujar
y airear la maqueta del Alcázar de Toledo o la carroza de los remolacheros, es
decir, lo que ahora se llama farol de la Asunción de Nuestra
Señora, que fue “donado” por
los remolacheros y azucareros españoles en 1956. Lo de “donado” es
necesario ponerlo entre comillas. A los remolacheros no sé, pero a todos los
trabajadores de las azucareras, que entonces había muchas en España, les
restaron de sus nóminas correspondientes, sin preguntarles si deseaban hacer o no tal aportación, una
determinada cantidad de pesetas con el único fin de poder financiar el dichoso
farol, además de una copia reducida que
sería enviada al Palacio del Pardo. Y el pasado domingo, digo, en el Vaticano,
a la misma hora, aparecían de manolas la vicepresidenta del Gobierno y la
secretaria general del PP con motivo de los nombramientos papales de doctores
de la Iglesia Universal
a san Juan de Ávila y a santa Hildegarda de Bingen, mujer a la que, pese a haber
nacido en 1098, curiosamente, la Iglesia
Católica había olvidado elevarla a los altares, subsanándose
tan “incomprensible error” el pasado 10 de mayo. Yo tenía entendido que las
manolas eran tres hermanas pianistas muy conocidas en Granada. Pero esas eran
otras manolas, las manolas de Federico García Lorca: “Granada, calle de Elvira,
/ dónde viven las manolas, / las que se van a la Alhambra, / las tres y las
cuatro solas. / Una vestida de verde, / otra de malva, y la otra, / un
corselete escocés / con cintas hasta la cola”. Estas manolas de ahora, Rudí,
Sáenz de Santamaría y De Cospedal,
representan ese reducto cañí en el que habitan las inquilinas de “La casa
de Bernarda Alba”. Es el residuo sombrío, opaco y estrambótico de la España de garbanzo y sacristía
que aborrezco con todas mis fuerzas.
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