Se venden los restos del Titanic,
pese a que el pecio está ahora protegido por la Convención de la UNESCO. Pero, a pesar de ello,
todavía existen seres raros interesados en conservar un plato de loza, un
tenedor de plata o una briqueta de carbón. Los restos de un naufragio evocan
sensaciones difíciles de definir. El pillaje existe hasta en el fondo de los
mares. El mundo acabará enlatando toda su decadencia. Las tragedias humanas
deberían ser tratadas con respeto. Para escucharlas, sólo es necesario acercar
una caracola al oído. Se ausculta un rumor apagado como de otros mares, o de
otros veraneos que ya sólo quedan en el recuerdo, y en unas fotografías en
blanco y negro que se guardan dentro de una caja de hojalata y que sacamos del cajón
cuando añadimos otras, y así. Un paisaje robado no desaparece de nuestra vida
hasta que decidimos hacer limpieza de estanterías y resolvemos tirar a la
basura recuerdos de nuestra juventud, perdida para siempre. Escribía José Luis
Alvite en un artículo que tituló “Algo que leer” (La Razón, 30.10.11) que “si te
miras detenidamente en el espejo, te darás cuenta de que tu belleza es, ahora,
más blanda y arrugada. Es cierto, pero piensa que lo que ocurre no es otra cosa
que el hecho irremediable de que se te ha subido a los ojos la piel de los
codos”.
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