Es un dato digno de ser analizado
el hecho de que en Aragón, donde yo resido, existan más de 8.400
establecimientos explotados como bares, casas de comidas y cafeterías, es
decir, un establecimiento por cada 160 habitantes. Digo más, hay pueblos casi
muertos del todo, con apenas cuarenta vecinos,
sin servicio médico, sin farmacia, sin fuerzas de seguridad y sin
escuelas por falta de niños, que disponen de taberna para tomar café o echar
una partida de cartas. Bueno, también tienen iglesia parroquial, aunque servida
por un cura que aparece los domingos montado en una vespa. En este país el bar
es como el cuarto de estar de los españoles. Allí se charla, se cierran
negocios, se juega a las tragaperras, se bebe un vino infame, se sale a la
puerta a fumar, se vuelve a entrar, se toma otro vaso del mismo vino de pasto,
se escudriñan los anuncios de trabajo en la prensa local, se orina si es
menester, se permite observar al resto de clientes en silencio, e incluso se
tolera que el camarero meta baza en las conversaciones entre parroquianos
apoyados en la barra cuando existe algo de confianza. Hasta en las huelgas
generales los bares permanecieron abiertos, para que los sindicalistas liberados, los piquetes en tregua contenida, manifestantes con banderines republicanos
plegados, viseras verdes de “John Deere” y pegatinas pegadas a la ropa por mor
de la afición, y aquellos que la secundaban de forma pasiva, es decir, sentados
plácidamente en un velador, pudieran refrescar el tragadero y glosar sus
desacuerdos frente a las últimas medidas adoptadas por el Gobierno. En España
se puede protestar por el “medicamentazo”, por la subida de la gasolina, por el
alza en las tasas municipales, en los seguros de coche, en cotos de caza, o en el
tabaco, por decir algo, pero a nadie se le ocurriría protestar por la subida en
el precio de las consumiciones cuando se acude a un bar. Las listas de precios
están tan lejos del cliente que resultan de difícil lectura. Son como la letra
pequeña de los contratos. Sus tarifas se asumen sin rechistar, como se asume el
latín en las ceremonias litúrgicas. Las cafeterías son otra cosa. Nacieron
cuando fueron desapareciendo los viejos cafés. Éstos casi no quedan. Y a los
pocos que se resisten a bajar la persiana, para instalar una caja de ahorros
donde se pueda ofrecerse al ciudadano “un interés muy desinteresado”, acuden
los clientes de sombrero, gabardina y periódico grapado dispuestos a matar la
tarde. Se acomodan en un diván lejos de la puerta giratoria para evitar el frío
que entra de la calle, untan churros en el café con leche y hacen tiempo hasta
la hora del cine, o hasta la hora del tren. Hace poco estuve en Madrid y tomé
algo en el “Café Comercial” de la
Glorieta de Bilbao. Pensé que de un momento a otro iban a entrar
Agustín de Foxá o Eugenio D’Ors. Entre sorbo y sorbo de café recordé que eso no
era posible, que ya estaban muertos. Y me marche, San Bernardo abajo, un poco
más abatido.
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