Los padres querían bautizarle
como Jerónimo, para más tarde llamarle Jeromín, como cuenta la historia que
llamaban de pequeño a don Juan de Austria, pero el párroco se empeñó en que
debían ponerle el nombre de Onésimo. Cuando los padres preguntaron la razón, el
párroco, que después del bautizo estaba invitado junto a los padrinos a la
chocolatada en el Café Continente, les hizo ver que nadie tenía la culpa de que
la criatura hubiese nacido un 16 de febrero, que así lo había dispuesto Dios
Nuestro Señor, que lo ve todo, que lo sabe todo y que delega en el párroco para
administrar el santo bautismo, única manera de incorporarse al seno de la Iglesia. Los padres y los
padrinos se encogieron de hombros y se hizo la voluntad del párroco, don
Melendo, que tenía la virtud de administrar la confesión y roncar a un mismo
tiempo. Los padrinos del niño eran los señores de Iturralde, don Senén y doña
María Josefa, dueños de la mejor tienda de ultramarinos de la ciudad. La
víspera, don Senén había llevado al Café Continente un surtido de entremeses y
varias botellas de vino y de licor, para que fuesen añadidos a la fiesta
profana. Al salir de la parroquia, el padre y la madre, que llevaba en brazos a
Onésimo, montaron en un “Ford” negro y reluciente alquilado con conductor el día anterior para el traslado de la criatura hasta el baptisterio
y, más tarde, hasta el Café Continente. Un nutrido grupo de chavales seguía al
automóvil en su marcha lenta por el empedrado de las calles; y el padre, cada
poco, abría la ventanilla de su lado y lanzaba monedas de poco valor y
peladillas a la chiquillería. Don Senén y doña María Josefa seguían al coche a
una cierta distancia a caballo de una moto “Lube”, que tenía habilitado el
cambio de marchas a la derecha del depósito de gasolina. Doña María Josefa
montaba de lado con las rodillas muy juntas y procurando que la falda no dejase
ver a los curiosos sus apretados muslos. Doña María Josefa disfrutaba montando
en aquella “Lube” de color aceituna. Siempre que lo hacía, más tarde, un poco
antes del rosario, sentía la necesidad de confesarse con don Melendo para poder
explicarle sus escrúpulos de conciencia. A doña María Josefa, las vibraciones
del sillín de la moto le producían una delectación que lindaba con la
concupiscencia. Pero don Melendo,
comprensivo con las flaquezas humanas, hacía un alto en sus ronquidos
cuando dejaba de escuchar el runrún de la voz pecadora al otro lado de la reja
y lo arreglaba imponiendo como
penitencia tres padrenuestros.
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