El empedrado de la calle Temple
había adquirido el charol de la anochecida. En el bar La Pianola, don Julio se
negaba a interpretar un fragmento de “La Marchenera” solicitado por una chica con ojos de
haber visto el mar. Don Julio, que acompañó muchos años a las Hermanas Castillo
en El Plata, estaba ahora como gallo en corral ajeno entre grupos de jóvenes
que le desplazaban de su taburete. La ventana central de la vieja pianola “Stella & Bernaregui” estaba abierta y
dejaba ver un tubo de metal horizontal
perforado. Era lo más parecido, sin palmera y playa tropical, al
proscenio por donde antes saliera Pititi Mondragón explicando lo de “La pulga”
con desparpajo y oficio. Eso pensaba don Julio mientras liaba un cigarro de “ideales”
que ya sería eterno para el resto de la velada. Un lechuguino se acercó con
intención de solicitarle “El polichinela”. Don Julio dio varias chupadas a su
“ideales” y luego lo dejó posado sobre un platillo. Unos muchachos coreaban
“Cata, catapún, catapún, candela, ¡arsa p’arriba Polichinela…!”. Don Julio
conocía la partitura de memoria y seguía con la vista fija en la ventana
huérfana de rollo. Tal vez pudiera imaginar ver dentro, a tamaño reducido, a
Preciosilla cantando “La chica del 17”.
Un poco después apareció por el local un mocerío procedente del medio rural,
llegado desde Calatorao para visitar la Feria del Campo. Se abrieron paso hasta la barra
a empellones. En la Plaza
del Justicia varios gamberros volcaban unos cubos de basura. Y en la fuente de
La samaritana sobrenadaban, como venidas de otros piélagos, unas botellas vanas de mensajes. La luna
llena con cara gorda de “carta de ajuste” examinaba silente el espectáculo
callejero como una alcahueta agazapada tras la celosía de las nubes. A don
Julio le demandaban ahora el “Ven y ven”. Don Julio volvió a encender el
cigarro de “ideales”, proporcionó dos pipadas y lo posó sobre la escudilla para
que volviera a apagarse. Las gurruminas solicitantes, muy contentas, corearon
“Ven y ven y ven; vente chiquillo conmigo…” Concluido el fragmento al pianista
le entró secaño. Se levantó del escabel, cuya base era lo más parejo a un tabal
de sardinas en salazón, se acercó a la barra y pidió a Ángela una botellita de
agua mineral, consciente de que en el agua residía toda la melancolía. La noche
morada se iba disipando; y don Julio, que presentía el relente y ese raro ventolín
de paso silente y abanto que arquea las raspas de los difuntos, se protegió con
su abrigo y salió mareado a la calle camino de su casa. Hostigaba la bulla de
los que no pensaban nunca en marcharse a dormir. Cada uno tenía su particular
“skate-board” en el laberinto de callejuelas medianeras aderezadas con husma de
orines y catinga. En la trocha hacia casa, cerca de la Puerta del Carmen, le
solicitó la hora un hatajador zanguayo, gago y de dilatada andorga. Pensó que
Zaragoza había ahorcado sus sensibles hábitos, pero no le dio excesiva
importancia. Era nacido en Gallur y de natural agradecido.
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