viernes, 15 de febrero de 2013

Meteoritos



Los meteoritos son como pedradas en ojo de boticario. Los hay de diversos tamaños y cuando pasan silbando la oreja queda una quemazón que para qué le quiero a usted contar. A Quinidio Senegüé, que por haber nacido un 15 de febrero le aplicaron ese nombre de pila, el de Quinidio, que fue un santo francés y que allí les llaman Quenin, que queda como más elegante, le pasó rozando un meteorito del tamaño de un garbanzo,  o lo que él entendió que era un meteorito, mientras apacentaba el rebaño de ovejas en un páramo cercano al pueblo de Ariza, que es el último municipio aragonés en la vieja vía férrea en dirección Madrid. También lo era en dirección Valladolid, antes de que levantasen la vía. El siguiente pueblo es Arcos de Jalón, que pertenece a Soria y a los parroquianos ya les cambia el habla. En Arcos de Jalón no debes preguntar a nadie a qué se dedica: todos son de la Renfe. A Quinidio Senegüé le pasó el meteorito por encima de la cabeza mientras charlaba amigablemente con un sobrestante que estaba en Arcos de Jalón en calidad de desplazado. Éste prefería decir que era capataz de obras públicas. A los sobrestantes se les reconoce de inmediato por varios motivos. El primero de ellos es que suelen hablar como los chulapos madrileños; el segundo, que son bajos de estatura, aunque bastante anchos de cuerpo; el tercero, que les gusta el anís, a ser posible el Anís Las Cadenas, de finísimo paladar, acompañado de magdalenas o rosquillas, y que, cuando toman una copita, levantan un dedo meñique con la uña muy larga; y el cuarto, que forman familia numerosa y que sus miembros viajan en el ferrocarril con un veinte por ciento de descuento. Hay más motivos para reconocerlos de inmediato, pero me quedo con los citados por abreviar. Quinidio Senegüé y el sobrestante desplazado a Arcos de Jalón por motivos profesionales comentaban no sé qué sobre la esquila de la raza talaverana cuando vieron una estela en el cielo como si se tratase de la propulsión a chorro de un avión. Pasó de largo a la velocidad del rayo, silbando y describiendo una parábola. A la caída de la tarde, ya de regreso al pueblo con el rebaño, a Quinidio le contaron unos vecinos lo que habían visto, que se correspondía con lo que había visto él. Nadie volvió a darle importancia al meteoro. El sobrestante, que carecía de lactasa suficiente para digerir leche sin fermentar, prefirió llevarse a casa  un cordero lechal que le entregó Quinidio a cambio de dos plumas estilográficas y un reloj de dudoso gusto.

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