Lotoringo Seviprés, comestibles y
frutas, cuando cerraba la tienda a la caída de la tarde, se acercaba en
bicicleta hasta un guariche de carretera y apoyado en la barra se tomaba una
copita de “Calisay”, a veces dos. Nunca había clientes dentro del
establecimiento ni llegaba a comprender cómo Engracia podía mantener el bar
Goleta. Lotoringo Seviprés jamás iba de vacío. Unas veces llevaba unas borrajas,
otras, unas zanahorias o unos tomates, y así. Engracia era agradecida y, en
reciprocidad, incrustaba una moneda en
la ranura de la sinfonola con la canción
preferida de Lotoringo: “Torre de arena”, en la voz de Marifé de Triana. A Lotoringo le caía una
lágrima gorda por la mejilla, le sujetaba muy fuerte la mano a Engracia y
tomaba un sorbo de pajarito. Engracia le llamaba Ringo, por abreviar. Ella nunca
pudo entender cómo le habían puesto sus padres aquel nombre tan complicado de
pronunciar. Pero Lotoringo, con mucha paciencia, ya le había explicado a
Engracia más de una vez el motivo. Nadie tenía la culpa de que hubiese nacido
un 17 de febrero. El parto se había retrasado unos días y no pudieron ponerle
el nombre de Ricardo porque el cura ecónomo, cuando le llevaron a cristianar,
manifestó de forma imperiosa que tal nombre no tocaba, que no era el santo del
día, pero que iba actuar con una cierta
flexibilidad, o sea, que dejaría escoger a sus progenitores entre uno de los
siete santos fundadores de la
Orden de los Servitas de la Virgen María: Alejo, Bonifacio,
Bonajunta, Amadeo, Sosteneo, Lotoringo y Ugocio. Su madre no supo qué decir, se
había quedado floja con el parto. Pero a su padre le pareció como nombre de más
fuste el de Lotoringo, al haberlo relacionado con una placa profesional, dorada
y siempre brillante, que había leído en la puerta de un lujoso edificio:
“Doctor Pedreira. Lotoringo-naringólogo”. Y en eso quedaron. En la fachada del
Bar Goleta ya se habían encendido unas luces de neón que ponían la nota de
color en la noche morada.
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