jueves, 21 de febrero de 2013

El "macferlán"



A Pedrito Madroñedo le capó una astilla del pasamanos de la escalera seis meses antes de que hiciese la primera comunión. El colchonero le cosió el escroto con dos canicas de barro cocido dentro y la madre de Pedrito, en agradecimiento, le regaló un precioso “macferlán” de Almacenes Simeón. El colchonero, que se llamaba Bonifacio Cafarell, apareció un domingo en misa mayor con su flamante “macferlán”, se colocó en los primeros bancos del lado de la Epístola y desató las miradas de unas enlutadas comadres cuando se disponían a cantar “El Señor es mi pastor, nada me falta…”. Pero Bonifacio, más atento a las redondeadas rodillas de la esposa del factor de noche de la Renfe que a la antífona, el agnus y a los asperges, observó cómo ésta, la mujer del factor de noche, le mantenía firme la mirada. Bonifacio Cafarell pasó sus manos abiertas sobre las sienes para apretar el fijador y la brillantina sobre el pelo, carraspeó, movió los hombros dentro del “macferlán” como hacen los toreros con la chaquetilla, estiró la cerviz, le guiñó un ojo con la picardía necesaria y, luego, como quien se marca un paso de tango, miró fijamente a la imagen de san Blas que presidía la parte lateral del altar mayor. En el coro, a las órdenes del maestro de capilla, Pedrito Madroñedo gorgoriteaba el “pange lengua” como si tuviese la voz de los mismísimos ángeles. “Es como un ruiseñor, doña Elena”. “Sí, Bonifacio. Estoy muy orgullosa del niño. Pero, ¿usted cree que con los años se le trocará la voz en soprano?  “No señora, ni mucho menos, que un castrón lo es de por vida, salvo que sufra el garrotillo y le afecte al garganchón. Eso ya…” A la salida de misa de doce, doña Elena, la esposa del factor de noche, midió las palabras en evitación de males mayores, sabedora de que su marido era carnudo resabiado y que ostentaba la mala baba del cojo, o del caimán, y que a otros por menos les colocaban bozal de alambre. Doña Elena abrigó con sumo cuidado a Pedrito Madroñedo. A estos niños hay que llevarles siempre de la mano muy abrigados, hacerles mear mucho y untarles con saliva el prepucio y el glande, que la saliva es muy desinfectante. En un descuido, Bonifacio acarició la mano de la esposa del factor de noche aprovechando que éste miraba al suelo en busca de algo aprovechable, que a veces encontraba cosas de valor o de utilidad, pero ella, doña Elena, ni se inmutó aunque en sus adentros se le zarandearan los sedimentos de la lujuria. Después, Bonifacio caminó hasta el bar de la plaza, se sentó en una mesa de velador, respiró hondo y tomó un sorbo de nada con sifón. En el mirador de enfrente, Bonifacio podía comprobar difuminada entre visillos la esbelta figura de doña Elena. Su marido, el factor de circulación de mierda, que ya se había cambiado de ropa, montó en una bicicleta apoyando un pie en el pedal y tomando carrerilla con el otro, por un camino paralelo a la vía férrea. Doña Elena abrió la ventana para despedir a su marido y aprovechó para cruzar su mirada con la de Bonifacio, que ahora encendía un “cámel” con pericia, a la manera que lo hacía Humphrey Bogart en “La reina de África”. Más tarde apretó el botón del portero automático. Se abrió la puerta y subió las escaleras sin encender la luz, como si temiera que le fuera a aparecer un alacrán del fondo de una baldosa movida. La puerta de casa de doña Elena estaba entreabierta y salía un hilo de luz amarillo. A Pedrito Madroñedo, que ya apuntaba maneras de  mudarse a tutifruti, se le oía ensayar un aria de contralto de “Tosca”. Después de que Bonifacio le midiera el gusto a doña Elena, volvió a bajarlas escaleras a oscuras, sin hacer ruido. Resbaló en uno de los últimos peldaños y se desnucó. Tenía la cara vuelta, el cuerpo doblado y enseñaba un diente de plata meneses. A Bonifacio le encontró el factor de noche en tan difícil postura cuando regresó de su paseo en bicicleta, tras haber arramblado con dos coliflores y varias docenas de higos de una propiedad colindante con la suya. En el depósito del cementerio dejaron a Bonifacio tapado en la losa de las autopsias con su flamante “macferlán”. En la plaza, un chucho levantó la pata para mear una azalea. De la radio de una vivienda salía el “tararí” insufrible de un cornetín de órdenes y, después, el consabido “Gloriosos caídos por Dios y por España. ¡Presentes!” y las señales horarias desde la Puerta del Sol de Madrid previas a un “parte” en el que siempre se hablaba de Franco, pese a ser conscientes todos los españoles de que el “okupa” de El Pardo nunca pagaba la propaganda.

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