A Pedrito Madroñedo le capó una
astilla del pasamanos de la escalera seis meses antes de que hiciese la primera
comunión. El colchonero le cosió el escroto con dos canicas de barro cocido
dentro y la madre de Pedrito, en agradecimiento, le regaló un precioso “macferlán”
de Almacenes Simeón. El colchonero, que se llamaba Bonifacio Cafarell, apareció
un domingo en misa mayor con su flamante “macferlán”, se colocó en los primeros
bancos del lado de la
Epístola y desató las miradas de unas enlutadas comadres
cuando se disponían a cantar “El Señor es mi pastor, nada me falta…”. Pero
Bonifacio, más atento a las redondeadas rodillas de la esposa del factor de
noche de la Renfe
que a la antífona, el agnus y a los asperges, observó cómo ésta, la mujer del
factor de noche, le mantenía firme la mirada. Bonifacio Cafarell pasó sus manos
abiertas sobre las sienes para apretar el fijador y la brillantina sobre el
pelo, carraspeó, movió los hombros dentro del “macferlán” como hacen los
toreros con la chaquetilla, estiró la cerviz, le guiñó un ojo con la picardía
necesaria y, luego, como quien se marca un paso de tango, miró fijamente a la
imagen de san Blas que presidía la parte lateral del altar mayor. En el coro, a
las órdenes del maestro de capilla, Pedrito Madroñedo gorgoriteaba el “pange
lengua” como si tuviese la voz de los mismísimos ángeles. “Es como un ruiseñor,
doña Elena”. “Sí, Bonifacio. Estoy muy orgullosa del niño. Pero, ¿usted cree
que con los años se le trocará la voz en soprano? “No señora, ni mucho menos, que un castrón lo
es de por vida, salvo que sufra el garrotillo y le afecte al garganchón. Eso
ya…” A la salida de misa de doce, doña Elena, la esposa del factor de noche,
midió las palabras en evitación de males mayores, sabedora de que su marido era
carnudo resabiado y que ostentaba la mala baba del cojo, o del caimán, y que a
otros por menos les colocaban bozal de alambre. Doña Elena abrigó con sumo
cuidado a Pedrito Madroñedo. A estos niños hay que llevarles siempre de la mano
muy abrigados, hacerles mear mucho y untarles con saliva el prepucio y el
glande, que la saliva es muy desinfectante. En un descuido, Bonifacio acarició
la mano de la esposa del factor de noche aprovechando que éste miraba al suelo
en busca de algo aprovechable, que a veces encontraba cosas de valor o de
utilidad, pero ella, doña Elena, ni se inmutó aunque en sus adentros se le
zarandearan los sedimentos de la lujuria. Después, Bonifacio caminó hasta el
bar de la plaza, se sentó en una mesa de velador, respiró hondo y tomó un sorbo
de nada con sifón. En el mirador de enfrente, Bonifacio podía comprobar
difuminada entre visillos la esbelta figura de doña Elena. Su marido, el factor
de circulación de mierda, que ya se había cambiado de ropa, montó en una
bicicleta apoyando un pie en el pedal y tomando carrerilla con el otro, por un
camino paralelo a la vía férrea. Doña Elena abrió la ventana para despedir a su
marido y aprovechó para cruzar su mirada con la de Bonifacio, que ahora
encendía un “cámel” con pericia, a la manera que lo hacía Humphrey Bogart en
“La reina de África”. Más tarde apretó el botón del portero automático. Se abrió
la puerta y subió las escaleras sin encender la luz, como si temiera que le
fuera a aparecer un alacrán del fondo de una baldosa movida. La puerta de casa
de doña Elena estaba entreabierta y salía un hilo de luz amarillo. A Pedrito
Madroñedo, que ya apuntaba maneras de
mudarse a tutifruti, se le oía ensayar un aria de contralto de “Tosca”.
Después de que Bonifacio le midiera el gusto a doña Elena, volvió a bajarlas
escaleras a oscuras, sin hacer ruido. Resbaló en uno de los últimos peldaños y
se desnucó. Tenía la cara vuelta, el cuerpo doblado y enseñaba un diente de
plata meneses. A Bonifacio le encontró el factor de noche en tan difícil postura
cuando regresó de su paseo en bicicleta, tras haber arramblado con dos
coliflores y varias docenas de higos de una propiedad colindante con la suya.
En el depósito del cementerio dejaron a Bonifacio tapado en la losa de las
autopsias con su flamante “macferlán”. En la plaza, un chucho levantó la pata
para mear una azalea. De la radio de una vivienda salía el “tararí” insufrible
de un cornetín de órdenes y, después, el consabido “Gloriosos caídos por Dios y
por España. ¡Presentes!” y las señales horarias desde la Puerta del Sol de Madrid
previas a un “parte” en el que siempre se hablaba de Franco, pese a ser
conscientes todos los españoles de que el “okupa” de El Pardo nunca pagaba la
propaganda.
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