Hoy mi atención está puesta en
Tommy, un pastor mestizo de trece años. Lo acabo de leer en La Gaceta. Acompañaba
a su dueña, María Lochi, hasta la iglesia de San Bonaci y esperaba con paciencia a la puerta hasta que
terminaba la misa y la dueña volvía a aparecer. Y así todos los días todos los
días hasta que la dueña murió. Pero el perro siguió acudiendo a la iglesia y
terminó por meterse en su interior el día del funeral de su dueña. Tommy
terminó por se aceptado por el sacerdote y éste no puso impedimento alguno a
que permaneciese en el templo el tiempo que duraba el oficio. A nadie molestaba
con ello. Pero ahora me entero de que Tommi ha muerto de un paro caro cardíaco.
Fin de una historia. No hace mucho
sucedió algo parecido. Lo contaba la
BBC y copio lo que escribió al respecto en su blog el
veterinario Javier Birlanga el pasado 25 de noviembre: “el chino Lao Pan, de 68
años, soltero y sin otra compañía que su perro, falleció a principios de mes en
la localidad de Panjiatun. Su perro desapareció poco después y reapareció para
permanecer junto al túmulo. Y allí estuvo, impenitente, durante siete días sin
moverse y sin probar bocado. Un hombre, que lo vio, intentó llevárselo a su
casa para cuidarle y darle algo de comida, pero el perro regresó corriendo a la
tumba. A los vecinos del lugar no les quedó más remedio que llevarle comida y
bebida al lugar de descanso eterno de su amo”. Fin de otra historia. No sabemos
si ambos perros morirían con la sensación de haber sido timados por la vida.
Los perros sufren por lo que no comprenden. Existen cientos de casos parecidos.
Tal vez sea cierto lo que contó Pío Baroja: “Los perros son almas en pena”.
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