Recuerdo que, de niño, sobre todo en los pueblos, cuando el
pan se caía al suelo se recogía con cuidado y se besaba. Eran tiempos de
hambruna calagurritana. La guerra civil pasó factura con unas cartillas de
racionamiento para los productos alimenticios que estuvieron en vigor hasta ser
suprimidas por Arburúa (suegro de Marcelino Oreja), en mayo de 1952. El
pan siempre ha estado considerado como algo sagrado (“el pan nuestro de cada día dánoslo hoy…etc.”) que no debía faltar
nunca a la mesa. Y con el pan, también con los restos ya duros de días
anteriores, se han hecho platos de fuste, entre ellos la sopa de ajo, las migas al
estilo de pastor y las torrijas.
En concreto, la sopa de ajo se elabora con agua, pan de días anteriores, ajo,
pimentón, perejil, aceite de oliva, huevos duros y sal. Tras consultar varios
libros de cocina, me decido a explicar cómo se hace al estilo de Maggie Camelias (seudónimo de no se qué
persona) según explica en su blog “Sibaritismo”:
“Se pone aceite en un puchero y se fríen los ajos cortados en láminas,
unos cuatro más o menos. Cuando están dorados, se retiran del fuego y se tiran.
En ese mismo aceite se echa el pan cortado muy fino y se rehoga muy bien (esto
es fundamental). A continuación se añade el pimentón, en mi caso dulce, y se
revuelve con rapidez con la ayuda de una cuchara de madera. Se retira enseguida
del fuego porque el pimentón se quema con mucha facilidad. En ese momento se
incorpora el agua caliente, la rama de perejil y la sal. Cuando rompe a hervir,
se deja unos diez minutos a fuego muy lento. Ahora aquí hay dos opciones. La primera es que se coloca la sopa en una
cazuela de barro o en un recipiente resistente al calor y se
mete en el horno hasta que forme costra. Se saca del horno y se cascan unos huevos por encima. Se vuelve
a meter en el horno hasta que los huevos se cuajen. La segunda opción es que, pasados esos
diez minutos hirviendo, se cascan unos huevos directamente en la sopa y
se remueve hasta que se formen los hilos característicos. Como he dicho antes, hay gente que prefiere
echar los huevos y dejar que se escalfen sin removerlos. En cualquiera de los
dos casos, la sopa se sirve muy caliente y lo más ‘de toda la vida’ es que se
haga en una cazuela de barro”.
Es típico, sobre todo en las ciudades y pueblos de Castilla
y de León, tomar un contundente plato de sopas de ajo como desayuno madrugón,
tras haber acompañado a procesiones nocturnas silenciosas e interminables. En
el libro “El Amparo” (1930) Úrsula, Sira y Vicenta de Azcaray
utilizan una fórmula similar, pero sugieren el añadido de un pimiento seco, de
los llamados “cuerno de cabra”. Ángel
Muro, en “El Practicón”,
diferencia entre “sopa de ajo frito”
y “sopa de ajo crudo”. Pero, en
esencia, la fórmula es parecida en todos los libros de Gastronomía que conozco.
En algunos lugares, como el Somontano oscense, se agrega a los ingredientes
señalados canela y pimienta negra molida antes de que reciba el pan el agua
hirviendo. Hay cocineros que recomiendan echar en el puchero la décima parte
del ajo que se estima oportuno. La razón es que el ajo “repite” mucho. Teodoro Bardají, ese gran cocinero
binefarense, en su “escaldada”,
escribe:
“Se corta un cantero de pan casero, se tuesta por la parte del corte y
se reserva. Del pan empezado, se cortan rebanadas finas o sopas hasta llenar
con ellas todo el fondo de un plato sopero, en el que se coloca el cantero
tostado, rociando todo abundantemente con aceite crudo. Aparte, en un puchero,
se hace hervir agua y sal, en proporción de 15 gramos de sal por
litro de agua. Cuando hierve, se escaldan las sopas y el cantero con el agua
salada. Se dejan empapar dos minutos y se sirven en el mismo plato”.
Muy parecida a la sopa de ajo es la sopa de gato, típica de Écija, donde se escalfan los huevos y a la
que también se añaden tomates pelados, pimientos verdes y, en ocasiones,
espárragos y almejas. Digamos que la “sopa de gato” es una “sopa de ajo” más barroca,
con más farandolas. Evidentemente, también los ritos procesionales del Écija
son, a mi entender, menos “tétricos” que los de Zamora. Es, si me lo permiten,
como comparar la poesía de Francisco de
Quevedo con la de Luis de Góngora, o sea.
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