Soy consciente de que hoy los tiempos adelantan que es una
barbaridad, como se cantaba en la zarzuela “La
verbena de la Paloma”.
De hecho, y considerando que la técnica de ordenadores y el manejo de teléfonos
móviles me han pillado mayor, debo recurrir a mi hijo cada vez que tengo un
problema con ese tipo de endiablados “artefactos”. Me viene justo manejar el
procesador de textos y llamar por teléfono con un aparato del tiempo de los
dinosaurios, que es el carcajeo de todo el mundo. Pero yo siempre digo que el
teléfono es para lo que es, o sea, para poder entenderse con alguien que está
en Burgos, o en Mansilla de las Mulas, es un suponer. De hecho, la vieja “underwood” la sigo limpiando todas las
semanas para que no coja polvo, que es la misma enfermedad que padece mi
biblioteca. ¡Yo no sé de dónde sale tanto tamo! Es como si los libros tuviesen
un imán para partículas sólidas. Abrigo el convencimiento de que un libro
adquirido en la madrileña Cuesta de Moyano, junto al Jardín Botánico, puede
tener en el interior de sus páginas desde caspilla del pelo de Azorín hasta restos de fritanga del bar El Brillante, que se encuentra
enfrente de la Estación
de Atocha. Los bocadillos de calamares de El Brillante
me recuerdan aquellos otros que siendo más joven engullía en el bar La Viña
P, en El Tubo, antes de entrar en El Plata por ver actuar a las Hermanas
Castillo y al pianista don Julio,
que era de Gallur, con el que solía hablar en las pausas del espectáculo. Más
tarde, cuando dejó EL Plata, actuaba
en La Pianola de la calle Temple. Dejaba el cigarro
de “ideales” posado en un platillo
junto al piano-pianola, no sé ya si se trataba de un modelo de Estela & Bernareggui, e interpretaba
los fragmentos que le pedía la distinguida clientela. Pero a lo que iba. Como
decía, me vienen grandes los nuevos adelantos. Pero nadie podrá apuntarme que
no sé construir una radio de galena, que aprendí en los tiempos de estudiante.
Mi hijo no sabe qué es una radio de galena ni me molesto en explicárselo. No
trae cuenta.
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