Está bien que se hable de la Ley de la Memoria Histórica
e incluso de la Transición. Ya
ha pasado mucho tiempo de todas esas cosas y deberíamos empezar a hablar de
otras cosas más pragmáticas. Por ejemplo: ¿Qué España queremos? Señala Fernando Savater en EL
País que “aquella transición trajo democracia donde había dictadura, voces
plurales en vez de voces de mando, información libre de coacciones, un relato
histórico que señalase a quienes fueron enemigos de su propio pueblo y
reivindicase a los que se les opusieron”. Ahora, a mi entender, sería tiempo de
desclasificar documentos hasta ahora secretos y poder saber de una maldita vez
quiénes formaron parte de la trama civil el malhadado 23-F. Nombres y
apellidos. No para censurarles, que ya de nada sirve, sino para saber con qué
trileros nos hemos estado jugando los cuartos todos estos años. En este país
nadie se pone de acuerdo para formar Gobierno.
Dicen que no salen las cuentas. En su “canela fina”, Anson
cuenta en El Mundo que “en el
parlamentarismo no gana, salvo mayoría absoluta, el que tiene más votos sino el
que dispone de mayor capacidad para sumar voluntades”. (…) “Mariano
Rajoy vive en la más absoluta soledad política. Su equipaje de aciertos económicos es
formidable. Su capacidad dialéctica, robustecida por la descarga de la ironía,
permanece intacta. Lo demostró, de forma brillante, en los debates de
investidura. Pero solo cuenta con sus 122 diputados que, piensen lo que
piensen, digan lo que digan en privado, permanecen dóciles corderos al cayado
del pastor, no vaya a ser que cualquier declaración les excluya
del redil. Parece improbable, en todo caso, que Rajoy en las ocho semanas
próximas sea capaz de articular una mayoría parlamentaria. Por mucho que lo reitere,
no venció en las elecciones del 20 de diciembre”. A mi entender, aquí se impone un pacto de Estado. Pero no un pacto al estilo de
aquellos Pactos de la Moncloa, sino un pacto
al estilo del Pacto de San Sebastián,
como el que tuvo lugar en el Hotel de Londres
e Inglaterra de Donostia el 17 de agosto de 1930 adaptado, eso sí, a los
tiempos actuales. Aquel año, con la aceptación por parte de Alfonso XIII de la dimisión de Miguel Primo de Rivera y el
nombramiento de Dámaso Berenguer se
pensaba que de esa manera se retornaba a la “normalidad constitucional”, o sea,
a la Constitución
de 1876. Era “una hora de las definiciones”, como había dicho Indalecio Prieto en el Ateneo de Madrid meses antes; es decir,
el 25 de abril de aquel año. Pues bien, a mi entender, en estos momentos
también es la hora de las definiciones. Si hay que hacer unas nuevas Cortes
Constituyentes, que se hagan. Si hay que cambiar la forma de Estado, que se
haga. Lo que no se debe hacer es una coalición de PP, PSOE y Ciudadanos, como
pretenden algunas “lumbreras” y el propio Rajoy, en un intento de formar un
Gobierno presidido por él, si no queremos regresar por la oscura tubería del
tiempo a febrero de 1936, cuando se nombró presidente del Consejo de Ministros
al almirante Juan Bautista Aznar, en
cuyo gobierno entraron viejos líderes de los partidos liberal y conservador,
como Romanones, Manuel García Prieto, Gabriel
Maura Gamazo, (hijo de Antonio Maura),
y Gabino Bugallal. Sería más de lo
mismo y de resultados imprevisibles. Ahora crece la inquietud por la deriva que
están tomando los acontecimientos. Según el “barómetro” del CIS, hay preocupación por la corrupción
política, por el paro, por la desmemoria de Cristiana de Borbón en los Juzgados de Palma, por una situación
económica que no despega, por el aumento de la pobreza, por los intentos de secesión
en Cataluña, por el auge de la inseguridad ciudadana en Madrid, donde existen
barrios, como Tetuán, donde es difícil transitar seguro, etc. Algo habrá que
hacer. Los ciudadanos nos crecemos ante la dificultad, pero los gobernantes no
están a la altura de los acontecimientos. Y eso es lo preocupante.
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