La
Diputación General de Aragón tiene previsto –según leo en Heraldo de Aragón- que en el próximo Plan General de Caza se incluya como
medida preventiva permitir la eliminación mediante la caza de los híbridos de
jabalí y de los cerdos vietnamitas asilvestrados, es decir, del cerdolí. Dicen
que es más chato y pequeño y con las patas traseras más altas. Vamos, que su
hibridación con los jabalíes autóctonos produce el “efecto Frankenstein” entre los cazadores. Pero, a mi entender,
deberíamos ser más pragmáticos y aprovechar esa circunstancia de contar con cerdolíes entre nuestra fauna por
ver de conseguir lograr jamones “pata negra” a mitad de camino entre el “5 jotas” y la cecina leonesa de vacuno,
catalogada desde 1994 como “indicación
Geográfica Protegida”. En resumidas cuentas: al cerdolí no hay que
eliminarlo, como pretende el Gobierno de Aragón, sino mimarlo en su crianza y
extraer de él un alimento exquisito, parecido al que ofrecían en el mesón de
Mansilla de las Mulas los padres de la protagonista del Libro de entretenimiento de la pícara Justina. En el libro primero,
de cuatro, (La Pícara montañesa) se cuenta que su padre, Diego Díez, fue asesinado por un hidalgo, que sobornó a la familia
para que no lo denunciase. Un perro devoró parte de su cadáver, y su madre, de
ascendencia judía conversa, murió atragantada por una longaniza y fue enterrada
boca abajo; o del mismo modo que Fray
Gerundio de Campazas, alias Zotes, prohibido por la Inquisición, el
personaje, Antón Zotes, elogiaba la
cecina leonesa en la pluma de Francisco
Lobón de Salazar, pseudónimo que
escondía la verdadera personalidad del jesuita José Francisco de Isla de la
Torre y Rojo. Este país, que ha sido pionero en la
fabricación de churros, botijos, castañuelas y rosarios hechos con pétalos de
rosas, como los que se forjaban en la Cartuja de Aula Dei antes de que los seguidores
de la Orden de
san Bruno tomaran las de Villadiego, no puede liquidar un animal así, en
plan “holocausto judío”, por muy híbrido que sea, como antes se pretendió
masacrar al lobo, tan querido por Rodríguez
de la Fuente;
a los gorriones, que los servían en los bares como “pajaritos fritos” ante el desdén de las autoridades; y al topillo
castellano, pese que favorece los procesos edafológicos y ha contribuido a
aumentar la diversidad faunística del valle del Duero. Cuando las Comunidades
Autónomas toman medidas por su cuenta y riesgo sin contar previamente con el
consejo de biólogos y expertos en Zoología hay que echarse a temblar. Un ejemplo:
en marzo de 2007, cuando la plaga de topillos castellanos ya se había extendido
ampliamente por Tierra de Campos, las autoridades de la Junta de Castilla y León
decidieron dispensar Clorofacinona en
forma de granos a lo largo de 20.000 hectáreas de terreno. Desgraciadamente
el veneno no se preparó adecuadamente afectando masivamente a palomas, lagomorfos,
aláudidas, jabalíes y aves cinegéticas o protegidas. Recomendaría a Francisco Javier Lambán que, antes de
tomar ciertas medidas contra el cerdolí, se preocupara de hacer desaparecer los
efectos del lindano consecuencia de la vieja fábrica de Inquinosa, en Sabiñánigo, todavía
presente en las aguas del río Gállego. Eso sí que es preocupante.
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