jueves, 24 de marzo de 2016

La fabada, invento moderno




La fabada siempre creíamos que era un plato típico de Asturias, que se tomaba en el Principado desde tiempo inmemorial. Pues no, nada, de eso. Me entero por Pepe Iglesias, o sea, por Juan Iglesias del Castillo y Díaz de la Serna, toda una autoridad en los fogones, como queda demostrado por sus premios conseguidos, sus  libros publicados, sus secciones fijas en prensa y sus colaboraciones diferentes revistas. Pepe Iglesias describe sus comienzos en la Enciclopedia de Gastronomía:

“Mi madre fue una de las mejores cocineras que tuvo este país, hasta el punto de que mi padre, consciente de esas virtudes, abandonó su clínica y la cátedra en la Facultad de Medicina de Madrid, para poner un restaurante, el Horno de Santa Teresa, donde dar rienda suelta a aquel torbellino coquinario llamado Lola. A pesar de no haber estudiado formalmente nada relativo a la Hostelería (lo más cercano fue la Bromatología de Veterinaria), desde niño fui hostelero, aunque más que por simpatía, fue, porque si quería tener un duro, la paga dependía de echar una mano, ya fuera en la cocina, oficina, almacén o comedor. El año 1976 un trágico accidente se llevó a mis padres y a mi hermano, con lo que tuve que abandonar mis otras actividades para dedicarme de lleno a los negocios familiares, que eran principalmente de hostelería. Durante una década me dediqué con pasión a los diferentes aspectos de este gremio, hasta políticamente, ya que, como Secretario General de la Agrupación de Restaurantes de Madrid, di bastante guerra. A finales de los ochenta, con todas las habituales medallas y condecoraciones propias de la profesión en el esportón, pero también con más de medio centenar de trabajadores y todo el estrés de la gran ciudad a cuestas, decidí romper con el mundanal ruido y retirarme pacíficamente a mi anhelada Asturias para ver los platos, bandejas y copas, solo desde el otro lado de la barra”.

Entre sus libros de ese asturiano llama la atención “La cocina masónica”, escrita durante su permanencia en la Respetable Logia Semper Fidelis 150, perteneciente a la Gran Logia de España.  En una entrevista que le hicieron en febrero de 2009, a raíz de su publicación, le preguntaron que ¿cómo la había conocido? Y Pepe Iglesias respondió de la siguiente manera:

“En realidad no la conocí, me la inventé. El día de mi Iniciación, al salir de ese mundo mágico que es la Logia, fuimos a celebrarlo a un chino que había en el barrio y me pareció tan zafio, que empecé a investigar. Luego le pregunté a un Maestro francés que era profesor de la Escuela de Hostelería de Biarritz y fue él quién me animó a seguir investigando porque no había nada escrito en ninguna parte del mundo. Y así me metí en la investigación más profunda de mi vida hasta que, cuando empecé a estudiar hebreo antiguo para acceder a las Sagradas Escrituras sin traducciones capciosas, comprendí que me iba a volver loco e interrumpí el trabajo”.

Pero no perdamos el hilo. La fabada, si hacemos caso a Pepe Iglesias, es una invención contemporánea. Cuenta:

“La primera referencia que hay sobre su existencia se debe a Julio Camba en su libro La Casa de Lúculo donde nos comenta que, tras probarla en el chalet de D. Melquíades Álvarez en Somió, casi ingresa en el partido reformista. Hablamos de 1937. A pesar de no ser hombre comedido, el maestro Camba no se atreve a afirmar nada, pero sí hace un guiño al apuntar que la Fabada ‘es como el cassoulet de Toulouse, aunque le falte el pato’. Es decir, que para explicar en qué consiste el plato, tiene que hacer referencia al guiso francés. En un librito de cocina recopilado por el RIDEA, fechado a finales del XIX, no existe mención alguna a la fabada, lo que sugiere que esta no es una simple mutación del pote, como sugieren algunos estudiosos, sino casi con certeza una adaptación del cassoulet, es decir, otro plato de indianos que nuestras abuelas cogieron de su viaje de bodas [casi siempre en París] y en el que cambiaron las delicias de pato, por el tradicional compango asturiano de chorizo, morcilla, tocino y lacón, lo habitual de un pote para día festivo”.

Pero también añade Julio Camba que después de haber repetido tres platos, se dedicó a hacer una extraordinaria imitación de la anaconda en el hotel de Gijón donde se alojaba. En ese sentido, en su artículo “La fabada”, Luis M. Alonso, en  el diario La Nueva España, escribe lo siguiente:

“Don Julio no estuvo, sin embargo, fino al equiparar nuestra elemental y riquísima fabada con el cassoulet de Toulouse porque el pato o la oca jamás pueden darle a ningún tipo de alubia la consistencia y el vigor del cerdo. En la zona de influencia del cassoulet, los franceses se empeñan en que uno lo cene, lo cual sucede sin ningún tipo de problema y de la manera más habitual. En cambio, nadie en su sano juicio insistiría en darle a uno de comer una fabada por su sitio cuando la digestión se aproxima al último reposo. Hay fabes como almohadas para cocinar con el cerdo y otras relegadas a la liebre, la gallina o incluso las almejas. Umbral solía decir aquello de «estuve en Asturias, un lugar donde todos comen y a todas horas alubias con chirlas». Umbral sabía mucho más de Baudelaire que de fabes, por eso sólo acertaba a reubicarlas con las chirlas”.

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