Se trata de un engrudo compuesto, básicamente, de harina y la corteza
blanca de las naranjas. Estas se remojan un mínimo de dos horas para
neutralizar el sabor cítrico y, posteriormente, se fríen como si fueran
patatas, tubérculo que el autor denomina “brillante de la cocina”, en el
contexto bélico aludido. Naturalmente, si las naranjas son simuladas, los
huevos –a cincuenta pesetas la docena- también: harina, bicarbonato y ajo hacen
las veces del alimento proteico. Todo funcionará ante los comensales “siempre
que no vayan contándoles monadas al que tenga de comerla”. Un trampantojo
culinario del que Doménech no puede sentirse orgulloso, pero sí justificar:
“Entonces se aprendió a cotizar muchas cosas y, sin aquellas graves
circunstancias [la guerra], nunca se hubiera comprendido esta nueva modalidad
de cocina […]”. La segunda parte de
“Cocina de recursos” está constituida por una meticulosa y triste crónica de
las comidas que hacía –o intentaba hacer- el autor en “restaurantes,
hospederías, fonduchos, bares, tabernas, pensiones, casa particular de
selección, hasta las tascas de peor catadura de la capital barcelonesa, en los
años de 1937-1938. El relato se articula a través de quince almuerzos y quince
cenas “con el único fin de poseer, de tan dolorosa época, un autentico
documento del ramo de la alimentación de aquellos días”. A lo largo del
deambular del autor en busca de platos imposiblemente apetecibles en
establecimientos públicos en la
Barcelona bélica, sometida a precios astronómicos en el valor
de sus alimentos y hambrienta, dos frases retumban en la mente de Doménech y
del lector: “el mal humor estaba de moda” y “aquello no era más que morir
viviendo”.
Doménech llegó a hacer buñuelos de crisantemos. Y es que hay
que ponerse en aquel tiempo de escasez. En las casas de comidas faltaba de todo
y a precios imposibles de asumir: poco antes de la guerra un menú convencional
completo costaba en Barcelona 6 pesetas con 65 céntimos. Dos años después, en
1938, ese mismo menú costaba 32 pesetas con 20 céntimos. Alguien dijo, a mi
entender con acierto, que cuando no hay alimentos de lo único que se habla es
de comida. Carlos Azcoytia señala en
un serio ensayo:
En los últimos meses de la Guerra
Civil en zona republicana, el caos se fue apoderando del
abastecimiento de los suministros, así como en los tres o cuatro años siguientes al final de la
contienda donde las mujeres hacían colas agotadoras de hasta 12 horas para
conseguir un litro de leche, que sólo daban con receta médica, o lo que esa
semana estaba estipulado para las cartillas de racionamiento […]. El 6 de marzo
de 1939 un Decreto del Servicio de Aduanas autorizaba la fabricación de
productos sucedáneos: el café podía hacerse con
achicoria tostada y molida, etc.
Hasta que un alimento de fácil acceso causó estragos entre
la población más pobre: la almorta. Pero sobre ello escribiré otro día.
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