|
Pasé
mi infancia en aquel barrio fabril y cada rincón se me antojó de niño cuartel
general para el enredo de mil travesuras. Hoy, pasados los años, de la mayoría
de ellas siento un leve mea culpa. De otras, de la minoría, un
nostálgico y alegre recuerdo.
Esta
mañana me he acercado hasta la iglesia parroquial, donde me bautizaron. Tiene
una torre mudéjar hasta su mitad. El resto es vulgar y sólo sirve como soporte
de una caja de resonancia para pobres campanas; y, lo peor de todo, para
aumentar su grado de inclinación, que ya es preocupante.
Otras
veces salgo sin rumbo por algún polvoriento camino. Me gusta el campo a la
atardecida con el sol a la espalda. Y marcho ligero, como si me esperasen en
algún sitio, en compañía del silencio mudo y del polvo en los zapatos. Pero
nunca llego hasta lo que queda en pie de la antigua azucarera. Me entra una
congoja inenarrable. Pasadas las últimas corralizas me topo con la vega amiga.
La estrecha carretera empedrada e irregular conduce al puente de un río casi
seco. El viejo y romántico puente de tablas me lleva hasta la otra orilla. Me
cruzo con un chucho podenco y me esquiva. Un ciclista, al que constantemente le
suena el timbre por los baches, me saluda con la cabeza. Enciendo un cigarrillo
y aflojo el ritmo de mi marcha. Sobre las piedras rodadas del cauce seco un
verderol saltarín picotea en la arena, observado desde una rama de ciruelo por
un intrépido chirlomirlo de agudo silbido. En un altillo queda como santo sobre
peana la estación de ferrocarril ahora convertida en apeadero. Ya en la curva
me aplasta un enorme sol caído y viajero. Una distraída alondra vuela rasante
hacia una rama de abedul. Se acentúa el
lamentable estado del empedrado. A dos pasos, la vieja casa-cuartel de la Guardia Civil por
donde pasea impertérrito y a sus anchas un gato de algalia. En su fachada
desconchada y con tres acacias por testigos puede leerse: Todo por la Patria. Y a la intemperie, bajo la sublime leyenda, unos vagabundos calientan la
cena. Me observan. Les saludo con respeto.
--Buenas
tardes, amigos.
Me
contestan sonrientes y me invitan a cenar. Me da la sensación de que uno de
ellos no tiene muchas luces. Corta leña y ríe con la risa de los incautos. El
otro compañero es de buenas composturas.
--¿Hace
un pitillo?
Me
lo aceptan. El que parece tener más luces me señala la tartera.
--Son
migas. Algo hay que echar al coleto.
--Ya
lo creo. Me encantan.
Hacemos
un mutis mientras contemplo un humo azul. El otro hombre sigue haciendo leña.
--Buscamos
caracoles, los vendemos y vamos tirando como podemos. Es importante tener un
techo donde cobijarse. El relente no va bien para mi artrosis. Yo le tengo
dicho a éste: si un día vemos malas caras de los vecinos, carretera. La vida
hay que tomarla como viene.
A
las acacias acuden las cardelinas y alborotan hasta encontrar acomodo. El
compañero que hace leña se acerca y me muestra sus manos encallecidas,. Me
intenta decir algo que no entiendo. Afirmo con la cabeza, sonríe y se marcha.
Toma un cubo y se acerca por agua hasta un brazal.
--¿Qué, mucho tiempo juntos?
--Sólo
desde hace unos meses. Ambos dormíamos en los mismos pajares y salas de espera.
Me hace mucha compañía. Su nombre es Francisco. Yo me llamo Vicente, para
servirle.
--Gracias.
Ya
no hay quien le detenga. Escucho
complacido.
--Vicente
Calahorra Andújar. En otro tiempo comandante en la XI División, a las
órdenes de Líster. En Monrepós me dejé la piel a tiras haciendo túneles. Había
más de trescientas curvas en aquella maldita carretera...Trescientas tres, para
ser exacto. Por las noches no podía conciliar el sueño. Tenía las detonaciones
de los barrenos en el fondo de los oídos. Otros corrieron peor suerte.
--Lo
siento.
--No
se preocupe. Ya pasó. Hace poco, unas monjas de Santa María de Huerta me ofrecieron
un trabajo de hortelano. No acepté. Prefiero ir a mi aire, sin paternalismos ni
adoctrinamientos. Francisco y yo somos demócratas. Entre nosotros hay consenso
para todo. Nuestra bandera es el cielo azul y nuestro escudo, las estrellas.
Francisco es toda mi familia. No tengo
otra, aunque sí la tuve.
Al
llegar a este punto, Vicente se ha puesto muy serio. No me atrevo a preguntar.
Un rebaño camina para recogerse. El pastor, de mediana edad,
se adivina entre la polvareda. Al fin me decido y le pregunto a Vicente:
--¿Dice que no le
queda nadie?
--Que
yo sepa, no. Me casé en el 35 con una moza de Segovia. Fuimos felices hasta el
verano siguiente, que marché al frente de Aragón. Aquel año nació mi hija
Raquel. Era la muchacha más linda del mundo. Cuando me concedieron la libertad,
en el año 1947, me enteré por un conocido que madre e hija vivían en Zaragoza.
Fui allí para encontrarme con ellas. Raquel ya era una mocita. Busqué trabajo
como guarda nocturno en una factoría de Valdefierro. Fueron los años más
felices de mi vida. Raquel enfermó de tuberculosis y murió en el Cascajo. Su
madre se volvió del revés y un día, por noviembre, me dijo que iba a llevar
flores al cementerio de Torrero. Allí, junto a la tumba de Raquel, puso fin a
su vida bebiéndose una botella de lejía.
Francisco,
sentado junto a Vicente, sonríe al tiempo que aspa con los brazos para espantar
a una avispa.
Casi
se ha hecho de noche. Me despido de ellos y me marcho de regreso al pueblo. Pasado
el puente de tablas, las campanas de la iglesia anuncian a los cuatro vientos
la hora del rosario. Sobre mi cabeza, la luna me mira fijamente como si no me
conociera. Me cruzo con varios zagales. Uno de ellos le comenta a sus pícaros
amigos que en el cuartel hay unos locos muy peligrosos, que por las noches se
visten de fantasmas con unas sábanas muy blancas y que asustan a las chicas.
Sigo
caminando. Tengo ganas de llegar a casa, quitarme los polvorientos zapatos y
abrir una botella de cerveza. Le contaré a mi familia que la amistad se
encuentra al final del camino. Seguro que no entenderán nada. Bueno…, ¡y qué!
No hay comentarios:
Publicar un comentario