Querida doña
Adela:
Añoro las tardes pasadas en el
cuarto de estar jugando al guiñote. Usted, doña Adela, tiene muy mal perder. Cuando
le ganaba, se tomaba la revancha y sacaba mis trapos sucios a relucir. Vamos, que me ponía de vuelta y media: que si
perdía el tiempo en el bar, que si no me lavaba nunca los dientes, que si se me
oía roncar… Pero ya he dado en el quid de la cuestión. El secreto está en ser
siempre perdedor. Funciona. Echo en falta sus empanadillas de escabeche y los canapés de salmón. Me entra la risa
ahora, en Sigüenza, pensando que, cuando jugábamos a las cartas, atacábamos
bien la plaza hasta henchir el baúl. Si había suerte, si estaba contenta, hasta
me ofrecía la consabida copita de calisay
y, aunque rara vez, también soletillas de Calatayud, de la Confitería Caro.
¿Recuerda?
Reconozca
usted, doña Adela, que no tengo mal aspecto y que poseo buenas composturas. La
edad es lo de menos, aunque ya no sea un guayabo ni esté para muchos meneos. Cinco años de diferencia no es nada. El amor
no conoce edades. Seamos optimistas. Mañana
cantan los niños de san Ildefonso y,
si me bendice la fortuna, hasta podría tener una hora tonta y arrancarme por bulerías, o pedirle a usted en matrimonio por la Iglesia, como es natural.
Es mejor soñar que sigo siendo aquel joven lleno de
ilusiones, que ansiaba con ser arquitecto. Ya sé que no fue así y que al
mirarme cada mañana al espejo para afeitarme, mi sueño se derrumba y choco de
plano con la evidencia de mi aspecto, cansado y viejo de tanto apretar tornillos
en la factoría de Cochecitos Jané.
En fin, mi ama y señora, si mañana me tocase
la lotería, ya tengo pensado depositar el dinero en un banco de confianza
y pedirle a usted en matrimonio. Subiría
rumboso las escaleras del metro en la estación de Glorias, que está en un
descampado insufrible, entraría en su casa silbando “Nunca llueve al sur de California”, le daría un beso en la frente
a traición y le recitaría una dolora de carrerilla. En el supuesto de que me aceptase, estoy
seguro de que seríamos felices a tutiplén y
de que podríamos ir unos días de luna de miel a Palencia, donde reside mi hermana Lupita, viuda de un capitán de
Regulares muerto en Belchite por heridas de metralla, que regenta una tienda de
postín donde se expenden cajetillas y timbrados, o sea, un estanco.
Suyo en cuerpo y alma,
Rosendo Vinalopó.
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