Hoy es san Fermín, que no es el patrón de Pamplona sino san Saturnino, otros le llaman Cernin, que bautizó a Fermín y a sus
padres, que fue obispo de Toulouse y
sufrió martirio. Le ataron con una soga a un toro. El resto ya pueden
imaginárselo. A veces, el santo necesita además de estar encaramado a la peana,
o alzado en la hornacina del baldaquín, de los arrestos de los vivos para el logro
de sus nobles fines. Lo importante en esta vida ha consistido, antes y ahora,
en izarse sobre el escabel, poner los pies juntos y mantenerse en equilibrio
con la ayuda de Dios Nuestro Señor, o de Stanley
Miller, un químico que hizo experimentos de cuantioso fuste. Por esos
andurriales no existe santo sobre peana ni eclesiástico que adoctrine en la fe
sin los aminoácidos, que (aunque al
obispo de Roma le resulte difícil admitirlo), son los componentes
esenciales de las proteínas y el punto de partida de cualquier organismo vivo.
En la “Instrucción de Novicios de la Orden de la Hospitalidad”,
tomo II, nada se indicaba sobre ello, y así le constaba a Sigiboldo Volantín Jarauta, cirujano menor y callista de pro, que
conocía los procedimientos para dar una moratoria a la vida cuando se escapaba
a chorros merced a las emulsiones, purgantes, tisanas, cataplasmas, enemas, sangrías,
ventosas y julepes. El elenco de remedios era extenso en materia clínica, por
más que todo desapareciese de forma análoga, porque se podía uno morir de
muchas maneras, aunque el hecho de hincar el pico fuese afín para todos,
incluido Stanley Miller.
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