sábado, 3 de junio de 2023

La angustia de escribir

Los escritores mueren del todo cuando dejan de ser leídos, de la misma manera que cualquier persona, la que sea, sucumbe para siempre cuando es olvidada por aquellos que la conocieron y que la elogiaron córpore in sepulto, con los cirios llorando cera, las moscas rondando por la alcoba y la familia rezando letanías y consternada ante lo acontecido. Da igual que el difunto lleve la boina puesta mientras le echa agua bendita un cura, o que en el velatorio los hombres beban “Machaquito”, coman suspiros de merengue, fumen “ideales” y permanezcan silentes en el cuarto de estar hasta donde llegan los apagados susurros de un miserere. La literatura, por otro lado, no es más que muerte, como dejase escrito Miguel de Unamuno  en  “Cómo se hace una novela”, o la historia de la angustia de un hombre, en este caso de U. Jugo, apellido coincidente con el segundo del autor, provocada por el sufrimiento de una muerte ineludible. Las novelas hay que hacerlas sin esquemas previos, a como vayan fluyendo sobre la marcha, a como caigan,  como esas peladillas que  lanzaba el padrino a los chicos después del bautizo, como sucede con la vida. Para que broten las ideas como el agua de un riachuelo solo cabe “paciencia y barajar”, como dice Montesinos en el Quijote. La obra unamuniana “Como se hace una novela” es como agitar un cubilete con tres dados: novela, autobiografía y ensayo en un revoltijo de amenidades. Como bien señala Gastón Beraldo, en su trabajo “La función hermenéutica de la obra literaria en ‘Cómo se hace una novela’”, “la primera publicación de esta obra sale a la luz en 1926 en la revista “El Mercure de France bajo el título ‘Comment on fait un roman’, precedido por un ‘Portrait d’Unamuno” hecho por Cassou a manera de prólogo. En 1927, Unamuno, ya en Hendaya, decide enviarla a publicar en español,  pero como no contaba con el manuscrito original que había quedado en manos de Cassou en París decidió retraducirse”. Existe otra novela, “Oficio de tinieblas 5”, sobre la que cuenta Camilo J. Cela: “Escrita para ser cantada por un coro de enfermos como adorno de la liturgia con que se celebra el triunfo de los bienaventurados y las circunstancias de bienaventuranzas que se dicen: el suplicio de santa Teodora, el martirio de san Venancio, el destierro de san Macario, la soledad de san Hugo, cuyo tránsito tuvo lugar bajo una lluvia de abyectas sonrisas de gratitud y se conmemora el primero de abril”. Esa novela, por llamarla de alguna forma, (escrita entre el día de Difuntos de 1971 y la Semana Santa de 1973) es como la última voluntad de un escritor que muere para poder seguir escribiendo. A lo largo de 1194 mónadas se confunde la realidad con la ficción.  Me quedo con una de ellas, la 691: “Los niños del orfelinato con su uniforme azul muy bien planchado tiran cohetes, hacen tremolar banderitas de papel y dan vivas al rey Esteban el benemérito, mientras el ahorcado se balancea sobre las cabezas de todos mecido por el viento. Y su viuda y sus compañeras con la túnica remangada hasta medio muslo se emborrachan y cantan”. Aclaro que  su autor escribe de corrido, sin puntos ni comas. Dice Cela refiriéndose a ese libro, que “no es una novela sino la purga de mi corazón”. Lo que sucede es que, Cela, además de purgarse, se recrea en lo purgado quitándole lo innecesario, incluido el aire de las cañerías de sus tripas.

 

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