Terminada la Guerra
Civil la hambruna y la tuberculosis causaron estragos entre los españoles.
Aparecieron por doquier los estraperlistas, los sustancieros y el “piojo verde” que era como se denominaba
el tifus exantemático. El mercado quedó intervenido por el Estado, lo
que dio lugar a las cartillas de racionamiento y a que individuos afines a la
dictadura, en connivencia con funcionarios
corruptos, les permitiera que explotaran su negocio sin problemas. Por el
contrario, miles de pequeños estraperlistas fueron perseguidos por la Guardia Civil
y por los escopeteros de los andenes de las estaciones ferroviarias. La gente llegaba a las grandes ciudades con
productos de su propia huerta. Traían, también, pequeñas cantidades de pan con
el objeto de poder venderlo clandestinamente. Pero a diario sufrían la
intervención solapada de los “soplones” y las consiguientes requisas de la Benemérita
que, en demasiadas ocasiones, tenían que pagar multas inasumibles o ingresar en
la cárcel. Se sabe que en muchas casas-cuarteles familias enteras de guardias civiles mataron
el hambre con productos requisados a esa pobre ciudadanía. Para engañar el
hambre, muchos recurrieron a la almorta, una leguminosa herbácea en forma de
garbanzo aplastado muy común en el área del Mediterráneo, que se convirtió en
un excelente sustituto de los cereales debido a que no precisaba de un especial
cuidado agrícola. Pero el hecho de comerla en periodos prolongados dio lugar a trastornos
neurológicos, calambres musculares, incontinencia urinaria, temblor de manos y
dificultad para caminar. Un síndrome que
se conoce como latirismo. Existe un aguafuerte a buril en tinta bistre sobre
papel verjurado de 1812, de Francisco de
Goya, titulado “Gracias a la almorta”,
donde quedaron reflejadas las consecuencias de aquel consumo. La estampa
goyesca muestra a una mujer completamente cubierta y con el rostro oculto
reparte entre un grupo de personajes hambrientos algo para comer, posiblemente una
sopa. En primer término se puede
observar a una mujer recostada y vestida de blanco que sujeta en su mano una
cuchara y extiende su brazo ofreciendo un plato. Tras ella aparecen tres
figuras de pie con rostros caricaturescos de mandíbulas y pómulos marcados,
narices afiladas y ojos hundidos, todos ellos duramente castigados por la
hambruna que asoló el país durante la Guerra de la Independencia. Pero no deseo
terminar este modesto trabajo sin aclarar la figura del sustanciero, también
conocido como saborero, a caballo entre el mito y la realidad. Hacía referencia
a un tipo que circulaba por las aceras de las calles urbanas con un hueso de
jamón o de vaca atado a una cuerda. Lo alquilaba por unos pocos minutos (a
peseta el cuarto de hora) para que fuese sumergido en las aguachirles y darles
algo de sabor. El sustanciero tuvo un homólogo. No sé ahora si fue Cunqueiro o Camba (esas cosas solo se le ocurren a un gallego)
quien contó lo de un hombre que, tras la II
Guerra Mundial, recorría los hoteles centroeuropeos con un queso roquefort,
que daba a oler como complemento del postre a cambio unos cincuenta centavos
por comensal. Hoy los saborizantes alimentarios y los cubitos de caldo concentrado
cumplen la misma misión, conque no sé a cuento de qué se sorprenden algunos.
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