sábado, 17 de junio de 2023

Sustancieros

 



Terminada la Guerra Civil la hambruna y la tuberculosis causaron estragos entre los españoles. Aparecieron por doquier los estraperlistas, los sustancieros y el “piojo verde” que era como se denominaba el tifus exantemático.  El mercado quedó intervenido por el Estado, lo que dio lugar a las cartillas de racionamiento y a que individuos afines a la dictadura, en connivencia con  funcionarios corruptos, les permitiera que explotaran su negocio sin problemas. Por el contrario, miles de pequeños estraperlistas fueron perseguidos por la Guardia Civil y por los escopeteros de los andenes de las estaciones ferroviarias.  La gente llegaba a las grandes ciudades con productos de su propia huerta. Traían, también, pequeñas cantidades de pan con el objeto de poder venderlo clandestinamente. Pero a diario sufrían la intervención solapada de los “soplones” y las consiguientes requisas de la Benemérita que, en demasiadas ocasiones, tenían que pagar multas inasumibles o ingresar en la cárcel. Se sabe que en muchas casas-cuarteles  familias enteras de guardias civiles mataron el hambre con productos requisados a esa pobre ciudadanía.  Para engañar el hambre, muchos recurrieron a la almorta, una leguminosa herbácea en forma de garbanzo aplastado muy común en el área del Mediterráneo, que se convirtió en un excelente sustituto de los cereales debido a que no precisaba de un especial cuidado agrícola. Pero el hecho de comerla en periodos prolongados dio lugar a trastornos neurológicos, calambres musculares, incontinencia urinaria, temblor de manos y dificultad para caminar. Un  síndrome que se conoce como latirismo. Existe un aguafuerte a buril en tinta bistre sobre papel verjurado de 1812, de Francisco de Goya, titulado “Gracias a la almorta”, donde quedaron reflejadas las consecuencias de aquel consumo. La estampa goyesca muestra a una mujer completamente cubierta y con el rostro oculto reparte entre un grupo de personajes hambrientos algo para comer, posiblemente una sopa.  En primer término se puede observar a una mujer recostada y vestida de blanco que sujeta en su mano una cuchara y extiende su brazo ofreciendo un plato. Tras ella aparecen tres figuras de pie con rostros caricaturescos de mandíbulas y pómulos marcados, narices afiladas y ojos hundidos, todos ellos duramente castigados por la hambruna que asoló el país durante la Guerra de la Independencia. Pero no deseo terminar este modesto trabajo sin aclarar la figura del sustanciero, también conocido como saborero, a caballo entre el mito y la realidad. Hacía referencia a un tipo que circulaba por las aceras de las calles urbanas con un hueso de jamón o de vaca atado a una cuerda. Lo alquilaba por unos pocos minutos (a peseta el cuarto de hora) para que fuese sumergido en las aguachirles y darles algo de sabor. El sustanciero tuvo un homólogo. No sé ahora si fue Cunqueiro o  Camba (esas cosas solo se le ocurren a un gallego) quien contó lo de un hombre que, tras la II Guerra Mundial, recorría los hoteles centroeuropeos con un queso roquefort, que daba a oler como complemento del postre a cambio unos cincuenta centavos por comensal. Hoy los saborizantes alimentarios y los cubitos de caldo concentrado cumplen la misma misión, conque no sé a cuento de qué se sorprenden algunos.

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