La tradición de guisar y comer judías un día al año es un acto cultural que se ofrece en varios pueblos de Aragón. Yo conozco dos: Terrer, en la provincia de Zaragoza y Alcorisa, en la provincia de Teruel. La “judiada” de Terrer constituye un acto más de las fiestas patronales en honor de san Pascual Bailón. La de Alcorisa, por las Fiestas de Primavera, más profanas pero igual de importantes. En principio se cocinaban en Terrer (pequeño pueblo siguiente a Calatayud en dirección a Madrid) dos o tres calderas por cofrades de ese santo para satisfacer la hambruna, aunque solo fuese por un día, de personas de pocos recursos, como antes se hacía con la sopa de conventos. Las obras de caridad siempre son agradecidas por los menesterosos, al margen de las algarabías festivaleras. Las "judiadas", cuando se convierten en un acto más de los programas de fiestas, pierden brillo al dejar de tener un carácter misericordioso. No cabe duda. Pero dado el auge que fue tomando el evento, a día de hoy se colocan al fuego en el centro de la plaza de ese pueblo más de una docena de calderas que más tarde se sirven a los lugareños y a los gorrones llegados de otros lugares de la comarca, que se acercan con un gran puchero en mano para compartir ese excelente manjar de las judías blancas con oreja de cerdo, pimentón y ajos, con tantas proteínas como la carne, sin colesterol, ricas en fibra y con un bajo índice glucémico. A la gente lo que le encandila es poder llenar la andorga, más todavía cuando es de "marrón". Como decía, junto a la patata, el maíz, los pimientos y los tomates, esa legumbre, la judía, traída de América tras el Descubrimiento, quitó el hambre de muchas generaciones de europeos, algo que también sucedió con los garbanzos, llegados de Turquía por los cartagineses. Otra leguminosa llena de beneficios para la salud. Gregorio Marañón llegó a señalar que “el cocido madrileño salvó más vidas en la posguerra que la penicilina”. Estaba en lo ciento. Y de España, los garbanzos fueron llevados Méjico por los conquistadores. Hoy ese país es uno de los primeros productores de garbanzos de color beige, ya que en la India y en Turquía los hay de otros colores: rojo, negro y café. Y no olvidemos las lentejas, traídas a la Península Ibérica por los fenicios y que soportan bien las sequías. Pero los agricultores españoles se quejan (siempre se quejan de algo) de que la mitad de las cosechas de lentejas españolas, cuya recolección comienza en junio, se quedan sin vender porque se ha apostado por las importaciones de lentejas canadienses. Solo dicen la mitad del cuento. Lo cierto es que ellos mataron a la gallina de los huevos de oro en 2018, cuando por las circunstancias del mercado no parecían suficientes para atender la demanda. En evitación de un nuevo encarecimiento, las comercializadoras adquirieron más lentejas de importación. Pasó algo parecido con los pimientos de piquillo y con los espárragos, que enseñaron a cultivar los navarros a peruanos y a asiáticos y ahora son ellos los que copan el mercado enlatado. No aprendemos. Aquellos pimientos el piquillo de Lodosa que alabó en “El Practicón” (1894) Ángel Muro ya resultan caros y difíciles de encontrar. Se buscó un clima más favorable en la década de los 40 y las semillas de pimiento, espárrago, alcachofa y otros productos de la huerta cruzaron el Atlántico y arraigaron en Perú. Pero cuando los trabajadores peruanos comenzaron a pedir mejoras laborales, la producción se desplazó a China y al Cuerno de África, donde la mano de obra era más barata. Miguel Ángel Alcalde, que lleva muchos años cultivando pimientos del piquillo para “Conservas Rosara” señalaba en “El Comidista” (El País, 12/05/2019) lo siguiente: “El pimiento del piquillo es de crecimiento delicado. No se puede plantar 4 años seguidos, ya que necesita tierra nueva, y tampoco puede fertilizarse mucho, ya que eso daría más frondosidad y saldría un piquillo demasiado pequeño. Y si se regara mucho, el piquillo sería mucho más grande pero con menos sabor”. Pero no hace falta ser un experto para saberlos diferenciar. El piquillo navarro es pequeño, de carne fina, color rojo y algo almibarado. El piquillo peruano es más ácido, con un gusto a quemado intenso que llega a amargar. Carece de ese punto picante que tiene el piquillo español. Eso sí, su precio es más asequible. En resumidas cuentas, hoy pensaba hacer referencia a la “judiada” de Alcorisa y elogiar a su cocinero, David Palomar, al que en Diario de Teruel le hace una entrevista Cruz Aguilar. Me quedo con la respuesta a la entrevistadora de la pregunta: “¿Esto lo hace de forma voluntaria o cobra algo por ello?”. Aguilar es tajante: “No, lo hago porque quiero, y si me pagaran no lo haría”. ¡Chapeau!
No hay comentarios:
Publicar un comentario